El acto de toma de posesión de Nayib Bukele lo vivió la población moviéndose entre la esperanza y el repudio. En su discurso, sencillo y humano, Bukele se centró en la esperanza de un futuro que elimine de nuestro territorio la violencia, la corrupción y la exclusión.
Unos minutos antes, la gente que asistió al acto había abucheado sistemáticamente a muchos diputados, claros exponentes de indiferencia ante la exclusión y la violencia, las dos plagas que golpean a los pobres. Y además cómplices por comisión o por omisión de la terrible corrupción existente, extendida tanto en círculos estatales como en la empresa privada, con frecuencia dispuesta a aceptar arreglos debajo de la mesa.
La esperanza la centró Bukele en el trabajo y el esfuerzo de todos, sin omitir las dificultades que sin duda vendrán. Cuando la gente abucheaba a los diputados, el trasfondo era muy claro. La actual Asamblea Legislativa ha sido experta en confrontar con la población en temas sensibles.
Se enfrentó con la gran mayoría de los salvadoreños en el tema del agua, continuó sembrando desconfianza con la elección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de otros funcionarios, y ha terminado haciendo el ridículo a nivel nacional e internacional tratando de dictar una nueva amnistía para los crímenes de lesa humanidad y de guerra, disfrazada de ley de reconciliación. La trayectoria de esta Asamblea tan escasa de pensamiento democrático explica la profunda y sonora molestia del pueblo.
Antes de la toma de posesión, algunos comentaristas y observadores externaron preocupación por algunas declaraciones del hoy presidente, en las que insistió en que el pueblo obligaría a los diputados y a los partidos políticos tradicionales a cambiar decisiones antipopulares. Algunos dijeron que ese tipo de afirmación era netamente populista. En realidad, nada es más democrático que la decisión popular de corregir a los representantes cuando estos, en vez de mirar a la gente que los eligió, se concentran en los intereses propios o los de algunas minorías. El temor de un buen número de legisladores respecto a las elecciones de 2021 no es infundado. Y seguramente se ha incrementado luego de que escucharan la sonora y unánime repulsa cuando desfilaban hacia su lugar en la ceremonia.
Tomarse en serio el diálogo, escuchar a personas independientes y a la sociedad civil desinteresada, es básico para todo funcionario público y para toda institución estatal. Actuar por las conveniencias de partido, de grupo social o de poder económico no lleva nunca a soluciones reales de los problemas, mucho menos a la reconciliación nacional. Militares, políticos corruptos e egoístas, y algunos funcionarios de alto nivel insisten en no darse cuenta de que la amnistía de 1993 y las consignas de perdón y olvido no han resuelto nada. Hoy quieren repetir la misma historia cambiando las palabras “perdón” y “olvido” con un mal uso de los conceptos justicia transicional y reconciliación. Ello solo llevará a la prolongación de conflictos.
Frente a ese afán de usar mal palabras de hondo significado, Bukele dio un ejemplo de claridad. Toda la historia del supuesto peligro de un golpe de Estado la disolvió dando la orden de borrar el nombre de Domingo Monterrosa de la Tercera Brigada de Infantería, situada en San Miguel. Los militares la acataron en menos de 24 horas. Más allá de la palabrería, en El Salvador necesitamos personas que se tomen en serio las necesidades del pueblo y sean coherentes con ellas. Como a todo gobernante, a Nayib Bukele habrá que reconocerle sus aciertos y criticarle las lentitudes, incumplimientos y errores. En la posguerra, la política ha destacado y cansado por su lentitud en el actuar y por su corrupción e intentos de encubrirla. Ese cansancio quedó de manifiesto el sábado con la rechifla popular. Dar un vuelco hacia la esperanza será difícil; y mantenerla en el tiempo, todavía más. Pero comenzar bien es siempre alentador.
(Editorial UCA)