(Por: Luis Arnoldo Colato Hernández)
Uno de los primeros acuerdos celebrados por los enfrentados en el último conflicto armado que asolara a nuestro país en la década de los 80´s, consistió en la revisión de algunos de los hechos de sangre que conmovieron a la población en aquellos días y fueran por sí mismos causales del conflicto (el asesinato del Santo Romero, por ejemplo), y para lo cual fuera la ONU la entidad supranacional elegida para colaborar con sus delegados en la investigación de aquellos crímenes, determinando quienes fueron sus autores materiales como intelectuales, así como sus motivaciones para cometerlos.
Aquellos hechos si recordamos y así consta en los informes que desde la ONU se prepararon, como otros de carácter independiente que por separado se hicieran públicos; se caracterizaron no solo por la brutalidad con la que se cometieron – pues en muchos de los casos las víctimas fueron desmembradas además de torturadas horriblemente antes de ser ejecutadas -, pero además con la aberrante impunidad con la que los responsables actuaron, siendo en muchos de los casos, individuos reconocidos dentro de la comunidad de inteligencia del Estado, cuya agenda respondió siempre a los intereses de las élites empresariales y financieras, que delegaron en su brazo político militar de derecha, la conformación de aquellos escuadrones de limpieza social, que se cebaron cometiendo toda suerte de atrocidades (Informe de la Comisión de la Verdad, ONU, 1992) en aquellos años.
Es decir, el Estado depuso a sus agentes y recursos al servicio de aquellas, que además actuaron con la complicidad del resto del aparato estatal para así asegurar no solo sus operativos, sino, además, su impunidad.
Cuando finalmente se hiciera público el informe de la Comisión de la Verdad, en el que la virtual totalidad de señalamientos y responsabilidad por aquellos crímenes fuera contra el Estado y sus agentes, subrayando como éste cumplió una agenda de la derecha del país, para nulificarlo se vertieron todos los recursos del aparato para desmentirlo, así como además los recursos mediáticos que la derecha desplegara con ese fin, descalificando a los investigadores como sus fuentes, lo que hasta el presente continúa siendo, una “política oscura del Estado salvadoreño”, revelando su intencionalidad de continuarla.
Un hecho estremecedor que hay que acotar por lo turbio que es, como por sus implicaciones, es que al Santo Romero es asesinado por señalar las arbitrariedades cometidas desde el Estado, que sus asesinos califican de “instigación al comunismo” develando los niveles de intolerancia para con cualquiera que se oponga a sus delitos.
Es decir, el nulo avance en los procesos para descubrir a los autores, haciendo justicia para con las víctimas, es consecuente con aquella política oscura que conserva el Estado salvadoreño, por la que ha sido condenado en reiteradas ocasiones, y que entre otros intenta por diferentes medios convertir a las víctimas, en victimarios, al acusarlas de ser quienes se oponen a la “convivencia pacífica” lograda desde los Acuerdos de Paz, que no es más que otra falacia, cuyo único propósito será siempre conservar la impunidad.