El sentido ético de la creencia religiosa

Por: Saúl Arellano

Hay un argumento popular bastante extendido: “si las personas no creen en ningún dios; o bien, si las personas no profesan ninguna religión, entonces se corre el riesgo de que su comportamiento no tenga ningún referente respecto de lo que es el bien y lo que es el mal”.

Desde esta perspectiva, la no creencia en ningún dios y en los códigos religiosos que eso implica llevaría a sociedades del “todo es válido” y “todo está permitido”. Sin embargo, esos argumentos son a todas luces inconsistentes y frente a la evidencia, completamente inválidos.

La historia da ejemplos paradigmáticos de personas que han sido profundamente creyentes, y que han hecho declaración jurada y pública de una fe, y han cometido las peores atrocidades. Nombres abundan; en la modernidad, por citar sólo algunos casos, se encuentran los de Ginés de Sepúlveda, Hernán Cortés, Torquemada, Hitler, Pinochet, y suma y sigue en el marco del catolicismo; pero también el propio Lutero era profundamente racista y antisemita; Calvino proponía un cristianismo ajeno a toda compasión; y Joseph Smith, el fundador de la Iglesia mormona, fue acusado de permanentes abusos, machismo y poligamia, en el mejor de los casos.

Si se piensa en las religiones orientales, el caso más publicitado de prácticas malvadas es el de los talibanes. Y en el Medio Oriente, el caso del conflicto entre Israel y Palestina es una muestra preclara de personas profundamente religiosas que, en aras de precisamente sus creencias  respecto de la divinidad, pero también de otros discursos identitarios como la nacionalidad y la lengua, son capaces de cometer las más horrendas masacres.

No son pocas las personas quienes afirman que estarían dispuestas a morir por su religión o su Dios, si así les fuese requerido, pues en todos los casos se asume que se está “del lado correcto de la vida y la historia”. De hecho, profesar cualquier corpus de fe implica pensar que se está del lado de la verdad; pues todas las religiones, por definición, se declaran estar en posesión de la verdad revelada; lo cual tiene como consecuencia necesaria que todas las demás están total o al menos, parcial, pero esencialmente equivocadas.

Aun cuando no se tiene un número preciso de religiones en el mundo, se estima que hay en todo el orbe alrededor de 4 mil 500. Pero si dios existe, y la verdad existe, eso querría decir que habría al menos 4 mil 499 religiones que están en el error; pues si se acepta el principio de no contradicción, dos proposiciones o dos cosas no pueden ser al mismo tiempo verdaderas y falsas. Cuál de esas religiones sería la “auténticamente verdadera” es imposible de ser determinado, pues de inicio lo que sería exigible es que todas las religiones existentes pudieran establecer un consenso sobre cuáles son los criterios de verdad a los que estarían dispuestas a someterse para determinar cuál de ellas es la que venera al “Dios verdadero”.

Esa cuestión es de suyo absurda; por lo que lo que debería comenzar a aceptarse que en realidad habría dos grandes posibilidades: 1) dios no existe, y todas las religiones están en un error fundamental; lo cual no impediría que las religiones sigan asumiendo su existencia, como ocurre hasta ahora; y, 2) dios existe, y quizá de alguna manera todas veneran a la misma divinidad (que es la conclusión a la que llegaron Francisco de Asís y el Sultán al Malik al Kamil).

En cualquier caso, lo relevante es que no hay nada que garantice que profesar una u otra fe conduce a las personas a actuar necesariamente con base en cierto código ético. La mayoría de las religiones salvan esta dificultad bajo el “argumento del libre albedrío”, el cual en realidad no pasa de ser una mera justificación de la persistencia del mal en la tierra, a pesar de la idea de que dios existe y actúa en la historia.

Todas las personas somos capaces de actos de bondad y de maldad (si es que el bien y el mal existen en cuanto tales); y en un mundo que enfrenta severas crisis de alcance planetario, tal vez valdría la pena comenzar a educar más allá de la fe, enseñando que lo que nos hace plenamente humanos es nuestra capacidad de convivir y pervivir, sin necesidad de la sanción espiritual o del tráfico de bienes de salvación.

 

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