Nunca había oído hablar de Wuhan. No sabía dónde estaba. No tenía ni idea de que cuenta con una población de más de siete dígitos.
Por: Manuel Alcántara*
Leo con fruición las crónicas de lo que está pasando durante los últimos días y, en la distancia ignorante, me cuesta imaginar cómo es la existencia cotidiana de la gente allí. Me pregunto por la vida en un decimocuarto piso de esas torres de apartamentos con aspecto moderno que aparecen en una foto de periódico.
Una pareja con un hijo, cuatros estudiantes que comparten residencia, un funcionario del ayuntamiento, una viuda, atentos a las órdenes de no salir a la calle, tomándose periódicamente la temperatura. Han acumulado comida para una semana.
El agua potable fluye por el grifo, ¿con normalidad? La fantasía sustituye al relato de los medios de comunicación y el escenario distópico se impone como fórmula para lograr entender qué está pasando y cómo los habitantes de esa ciudad están reaccionando a las medidas gubernamentales.
La visión desde la lejanía permite dejar volar la imaginación para pretender aproximarse a lo que acontece. Pero hay un aspecto que me resulta muy difícil captar porque está contaminado por la literatura y por el cine como mecanismos que mejor saben transmitir, o quizás debería decir suscitar, la sensación de miedo. Es fácil traer a colación La peste de Albert Camus o La carretera de Cormac McCarthy. Por otra parte, intento recordar un momento de mi vida en que pasara miedo por algo que me aconteciera directamente sin la intermediación de los artificios que lo producen de manera vicaria. En la penumbra de los recuerdos, lejos del universo de la infancia, solo atisbo a rememorar un instante al volante de mi coche en que pude tener un accidente. La muerte.
Son esfuerzos vanos. Siento que no soy capaz de asumirlo y entonces me agobia la frialdad con la que termino evaluando las noticias. Paso a considerar que todo es una pantomima y que la respuesta pública dada es exagerada.
Me pliego a divertidas, aunque también siniestras, teorías de ingeniería social que ponen el acento en la manipulación y en la obsesión por el control, o en aquellas otras que hablan del negocio permanente de las compañías farmacéuticas. También pienso en el ejemplo tantas veces expuesto en clase de que la soberanía nacional se encuentra limitada ante los dictámenes de la Organización Mundial de la Salud y que los sistemas políticos siempre son subsistemas de otros.
El miedo es una sensación animal consustancial con la vida de los seres humanos cuya intensidad y extensión es variable. Se puede llegar a vivir en estado de miedo permanente o tener una existencia en la que éste se encuentre ajeno durante la mayor parte del tiempo. En política, Thomas Hobbes lo teorizó de manera rotunda y todavía vivimos de su visión. Si Jean Paul Sartre pontificó que “el infierno son los otros” hubo quien contraargumentó que el infierno está en cada uno. En todo caso, quien controla el miedo domina.
*Politólogo. Universidad de Salamanca, España