Por: Francisco Parada Walsh
El pueblo pide comida, el pueblo pide comida”. No son los “Guaraguao” los que entonan esas tétricas y lapidarias frases sino el salvadoreño pobre, el olvidado, el que solo existe por minutos para las votaciones. No es un campo de concentración alemán donde se cremarán a seres inocentes sino que es mi gente, es mi compatriota, es mi hermano, no de padre y madre sino solo de patria, pero es mi hermano.
El hambre y el rostro del pobre se roba el protagonismo en un país donde todo es protagónico; siento profunda tristeza porque vivo esa pobreza de lesa humanidad cuando visito tantos caseríos con Alzheimer: Totalmente olvidados y la familia del paciente me convida a almorzar, ¿Cómo voy a rechazar una divina invitación?: No puedo rechazarla y disfruto los frijoles helados, la crema y el café dulce; ese es un almuerzo común en cualquier casa de mi montaña pero el hambre urbana mata, clava una daga en las tripas del hambriento que no tiene dinero, no tiene crédito con nadie porque siempre vivimos del apenitas, en ese ayer de visitar la cornucopia, de prestar para mañana, de vivir de pesares.
Hoy se ha escrito uno de los días más tristes en nuestra historia y a la vez debería declararse el 30 de marzo como “El día del Hambre”, no es una apología a la desgracia porque si sufre mi vecino, mi jardinero, mi empleado más debo sufrir yo y que este día sea recordado donde el hambre venció al miedo, donde el salvadoreño muestra ese rostro que pocas veces vemos pero sí sabemos que existe, pero “mejor callate, hablemos de otra cosa, no quiero sentimentalismos”, argumentos ofensivos como “Si tiene hambre que trabaje” ¡pero si no hay trabajo! Algo no encajaba en toda esta pandemia, faltaba una pieza en el ajedrez que se moviera y fue el caballo con su fortaleza que pateó, que relinchó y dijo: “Tenemos hambre”, bueno, no, no fue la fortaleza de un caballo que gritó a viva voz: “El pueblo pide comida”; nuestro pueblo es sumiso, demasiado; fue la pieza menos importante pero no por eso imprescindible en el tablero de la vida que es el peón( literalmente el peón) que salió a las calles en busca de comida, en busca de la vida, o de la muerte.
La impotencia me atenaza, el hambre es uno de los instintos más primitivos desde nuestra creación y no fue la manzana del pecado la que pedían a gritos sino frijoles, arroz, macarrones, cosas que en cualquier hogar de clase media son olvidados, tienen fecha de caducidad a diferencia del hambre que no caduca, cada vez retuerce más los intestinos, nubla la vista, aprieta el corazón; me siento mal conmigo mismo pues soy parte de ese mundo llamado ser humano pero le he fallado a esa señora desesperada por comer, por llevar algo de “bajón” a su gente y hemos fallado como sociedad porque esa pobreza a la que le escribo muchas veces está ahí, en el vigilante, en la empleada, en el dependiente, en el tira fuego del semáforo pero en mi grandilocuencia evito cualquier contacto con el hambre, con esa pobreza indescriptible, vergonzosa, de la que nadie quiere hablar. ¿Cuántas personas me han dicho que escribo cosas tristes y que debería escribir bisutería literaria?, algo bonito, donde vivimos en un jardín de rosas, revolotean ángeles, cantan ruiseñores; ¡No se puede! Vivimos entre muertos, revolotea el diablo y los zopilotes y cantan aves de mal agüero; esa es mi realidad, la asumo como propia y he fallado.
Recuerdo cuando era un niño y mi tata decía que nosotros nunca habíamos tenido hambre, hambre de verdad porque si usted no sabía también hay hambre de mentira, es esa que me doy el lujo de decir: “Y solo esto hay, voy a comer otra cosa” pero el hambre de verdad, el hambre salvadoreña es aquella que solo hay una cocina de adobe y ¡No hay fuego y menos comida! Esa es el hambre que he vivido en las casas no de cartón sino en esas casas de adobe, esas benditas casas del pobre a quien atiendo y doy gracias a Dios y al Diablo que me han llevado a esos hogares para conocer y sentir vergüenza al ver un viejo baúl con cara de alacena donde guardo sopas Maruchan, café, macarrones y saber que hay hermanos de patria que no tienen ni la vida misma segura, solo hay que acostarse temprano y envolverse como taco mientras los niños lloran porque tienen hambre, sus gritos no son el coro de los Guaraguao, son mis hermanos a los que les fallé.
Este día sirvió para ver una realidad que muchos se niegan a reconocer: Hay dos El Salvadores, ese El Salvador que se da el lujo de que le traigan los tres tiempos de comida desde Estados Unidos aunque usted no lo crea y ese El Salvador de ese hombre que no es Fred Mercury que gritaba en inglés: I want to break free! Que ya traducido al español calle significa: “El pueblo pide comida, el pueblo pide comida”.