Ajustar las cuentas con los progenitores es una práctica frecuente, pero si estos tuvieron (tienen) protagonismo público el acto se convierte en una diatriba que supera la mera disputa familiar. Más aún si los ascendientes se movieron (mueven) en el ámbito intelectual donde las ideas se articulan en libros, artículos de opinión en la prensa erudita, conferencias. La situación se agudiza si la réplica toma, a su vez, forma escrita y se articula por una pluma aguda y bien informada.
En la transición española la película El desencanto supuso un ejercicio de un tercero (Jaime Chávarri, director) que daba espacio para una suerte de vendetta de tres hijos, todos con un nivel intelectual relevante, contra su padre, ya fallecido, que había sido un icono de la elite cultural franquista, Leopoldo Panero. La madre allí era una patética convidada de piedra. Este no es el caso del presente libro. La hija y autora arremete contra padre y madre, dos intelectuales relevantes que configuraron (configuran en lo que queda) la gauche divine, y que, a la vez, portaron las armas en favor del sueño revolucionario que impregnó América Latina tras el triunfo de la Revolución cubana.
En efecto, Laurence Debray (ld) es hija del intelectual francés Régis Debray y de la antropóloga venezolana, aunque con un fuerte predicamento francés, Elizabeth Burgos. Como es bien conocido, el padre estuvo encarcelado 44 meses en Bolivia en el momento en que el Che intentaba prender uno de los «mil Vietnam» que, precisamente, la teoría del foco revolucionario de aquel había inspirado. Una década después y hasta el total desengaño, Régis acompañó a François Mitterrand en su andadura socialista en el Elíseo. Tras descubrir «que era francés. Y que en el fondo la revolución no es una patria» (p. 141), solo le quedó su enfebrecida pasión por Charles De Gaulle, el único capaz de llevar encima de sus hombros y encarnar «la dignidad» que quería para los pueblos de América Latina (p. 103).
El libro de ld, que se divide en seis capítulos, es mucho más que un ajuste de cuentas de alguien que entiende que su niñez le fue hurtada, que sus padres –de los que pensaba que «no estaban dotados para la felicidad… un ejercicio al que no tenían tiempo de entregarse» (p. 122) y que «siempre estaban insatisfechos e inquietos» (p. 175)– le inculcaron una forma de vida ajena a la del círculo de sus compañeros o a la que correspondía a una adolescente que quería «hacer cosas normales» y en la que todo lo que le rodeaba tenía un sentido militante porque su padre era «el icono del intelectual comprometido» (p. 151) y en casa «era inconcebible consumir nada estadounidense» (p. 171). Indaga en las peripecias de sus padres veinteañeros en Cuba al principio de la década de 1960, las relaciones con Fidel Castro y la incorporación del padre al proyecto boliviano. Con todo lo que su padre se hizo «con un nombre y una reputación de revolucionario antes de escribir una obra o de construir un pensamiento personal» (p. 139).
Pero también ld bucea en su mundo peculiar conformado, por una parte, por los burgueses abuelos paternos a quienes adora («si se ha sobrevivido a la guerra, con mantequilla en la mesa, no es posible sentirse agobiado por la vida», p. 209); la cultura bilingüe en francés y en castellano, aunque el padre no desea que deje el monolingüismo francés –«sobre todo no aprendas español, me recomienda» (p. 156)–; el universo intelectual parisino donde tienen cabida desde su madrina, Simone Signoret, hasta Julio Cortázar, que «emanaba una gran dulzura y sensibilidad» (p. 200) y que la sienta en sus rodillas; «la izquierda francesa de aquella época, totalmente latinoamericanizada» (p. 160).
Sin embargo, el texto es también una fuente casi inagotable de situaciones que sirven para entender una época y, ¿por qué no?, juzgarla severamente. Un tiempo en el que el resultado en lo personal es el de alguien que queda «totalmente hermética a las utopías» (p. 129), harta de unos padres que son «incapaces de tomarse vacaciones si no era para leer y escribir [donde] todo tenía una connotación política, incluso la elección de la criada, descendiente de refugiados españoles republicanos» (p. 176). Alguien, ld, que será bautizada a los diez años, «en ausencia de mi padre» (p. 206); que se convierte en una «broker» en Wall Street –«donde mi padre no podía ir por falta de visado» p. 266– justo en el momento del ataque contra las Torres Gemelas, y que termina formando una familia con alguien también de apellido patricio, Émile Servan-Schreiber. Una hija que, cuando su padre la envía en 1986 a tener dos experiencias sucesivas en campamentos de verano en Cuba y en California a la edad de diez años y le pidió una rendición de cuentas de su verano, ya entonces «optaba por la vieja Europa, bastante moderada y confortable: se come bien, se lee bien, se duerme bien» (p. 228).
Han pasado sesenta años desde el triunfo de la Revolución cubana. El régimen político que fundó sigue en pie y tuvo arrestos para contaminar dramáticamente a Venezuela. Los padres de ld son testigos del proceso habido. Sin embargo, hay muchas cosas que han cambiado, «mi padre perdió interés por América Latina y América Latina perdió interés por él» (p. 258). América Latina constituyó «una aventura pasajera que le reportó notoriedad», pero para ella, afirma, «es una realidad que corre por mis venas» (p. 259).
Por: Manuel Alcántara Sáez, Instituto de Iberoamérica, Universidad de Salamanca