Editorial UCA
Las emergencias y crisis en democracias débiles conllevan el peligro de generar formas de autoritarismo que reducen los derechos ciudadanos. El abuso de autoridad se posibilita cuando se da la tendencia a unir opiniones y pareceres detrás del líder fuerte que actúa rápido y con decisión para enfrentar la crisis. Si en tiempos de bonanza la reducción de derechos levanta protestas, las crisis tienden a silenciarlas. Por ello es importante evaluar el estado de la democracia salvadoreña en este momento; una democracia que fue profundamente débil durante el siglo XX y que continúa siéndolo, a pesar de las importantes reformas que se han implementado desde la firma de la paz.
La profunda deficiencia de servicios fundamentales es signo evidente de una sociedad desigual, en la que coexisten niveles de vida muy diferentes. En El Salvador hay servicios de salud excelentes y de primer nivel, pero son privados: menos de un 10% de la población tiene acceso a ellos. Algo semejante pasa en educación. En el campo laboral, más del 50% de los salvadoreños tiene un trabajo precario o informal, cercano en una alta proporción al subempleo. En este escenario, la política se convierte no en un mecanismo de cambio, sino en una forma de incorporarse al bienestar de unos pocos y conservarlo en beneficio de esa minoría.
Las corporaciones y asociaciones del poder económico cuentan con un poder desproporcionado y mantienen situaciones de privilegio a la vez que se oponen a una democratización de los servicios de calidad. Ensalzan la meritocracia, aun sabiendo que esta en un país desigual perpetúa el inmovilismo social. En esa línea, es simbólico que en los últimos 35 años no haya llegado a la presidencia del país ninguna persona que haya obtenido su bachillerato en un instituto público. Preguntarse el porqué de ese hecho es fundamental para entender cómo funciona nuestra sociedad.
La llegada al poder de Nayib Bukele, que supo utilizar en su campaña las desigualdades socioeconómicas y la corrupción de los últimos 30 años, creó una situación inusual. Los partidos tradicionales estaban acostumbrados a repartirse franjas de poder y negociar las ventajas de tener a su gente en las instituciones del Estado. El nuevo Gobierno tiene únicamente el control del Ejecutivo. Y como mecanismo para suplir esa “debilidad”, comenzó a ejercer diversas formas autoritarias de presión, con frecuencia reñidas con la institucionalidad democrática. Entrar en la Asamblea Legislativa con un numeroso grupo de policías y militares armados fue la mayor expresión de ese estilo autoritario.
Durante la emergencia por el covid-19, los choques del Ejecutivo con la Asamblea Legislativa y la Corte Suprema de Justicia no han hecho más que multiplicarse. Otras instituciones, como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y el Instituto de Acceso a la Información Pública, están recibiendo presiones indebidas. Los choques autoritarios aumentaron también con organizaciones de la sociedad civil. El periodismo y las organizaciones defensoras de derechos humanos son públicamente menospreciados. Además, se ataca y descalifica a todo aquel que critica la gestión gubernamental de la pandemia.
Este ejercicio autoritario del poder por parte del Gobierno está mereciendo páginas en medios de comunicación internacionales, algunos incluso vinculados al liberalismo. La pregunta que flota es si tras la crisis del coronavirus continuará la tendencia del Ejecutivo al autoritarismo. Aunque por el momento es muy difícil pensar en la instalación de una dictadura, lo cierto es que tanto el poder legislativo como la Sala de lo Constitucional deben jugar un papel importante como frenos de esta peligrosa deriva. Y lo mismo la sociedad civil. De continuar, este estilo autoritario de gobernar solo agravará la situación económica, política y social que acompaña al covid-19. Lo que necesitaremos en el futuro inmediato no es autoritarismo, sino diálogo y solidaridad.