“Hay mucha gente que cambió su forma de vivir con la pandemia»

En la batalla sanitaria que plantea el coronavirus, algunas personas asumen lugares clave como el cuidado de los ancianos. Norma Ghio, médica gerontóloga, cuenta sobre los riesgos y los cuidados, y explica en el mapa de su vida cómo tallan la enfermedad, las esperanzas y las agonías.

Por Patricia Chaina.

“Mi corazón está en el geriátrico, pero mi vocación son los domicilios”, explica la doctora Norma Ghio, médica clínica gerontóloga, mientras hace un repaso por su carrera profesional, la que se vio intensificada con la pandemia de coronavirus: Norma atravesó toda las instancias críticas a las que somete la pandemia: la muerte de seres queridos, la internación de otros en terapia intensiva –su madre está internada todavía–, y su propio contagio. Entre cada uno de los obstáculos y desafíos, Norma Ghio sostuvo la atención permanente de una residencia para ancianos, el blanco epidemiológico definido como población de riesgo.

Es sábado a la mañana y en la letanía que impone la pandemia, en los primeros días de marzo, es poco el tránsito y pocas personas caminan las veredas de Almagro. La doctora Ghio es conocida en el ámbito geriátrico por la atención que le dedica a la residencia que dirige en este barrio porteño. También por su trayectoria como médica clínica que registra en más de treinta años de servicio, haber asistido “ochenta y cinco mil domicilios” puntualiza.

Allí en “el geri” –como llama a la residencia par tercer edad–, Norma Ghio es la directora médica, pero también es «la capitana». Y no duda en tomar decisiones audaces. En agosto, en el pico pandémico, no dudó y armó un campamento en el patio para quedarse junto al personal, y cuidar a los pacientes en brote de covid. “Murió un solo paciente, mi tío, hermano de papá”, se entristece. “Los demás están bien, zafamos todos”, sonríe. Aunque ella tuvo covid poco después, y la pasó «muy mal», cuenta.

En el bar hay poca gente. Norma está sentada frente a una taza de café. Lo termina, se coloca el barbijo y mira el teléfono. En el Sanatorio Agote está internada su mamá, peleando contra el virus. “Si yo hubiera tenido la suerte de vacunar a mamá, quizá ella hoy no estaría en terapia intensiva”, lamenta sobre Calista “o Porota”, señala.

Calista nació en La Rioja hace 86 años. Se contagió en Miramar, donde estaban de vacaciones. “Hubo fiestas clandestinas en el edificio donde alquilamos”, explica Norma. Las vacaciones terminaron antes y hoy Calista “la pelea, está con respirador”, cuenta. Mira al celular y en ese gesto parece interrogarlo sobre la salud de su madre, sobre lo incierto.

Ella que siempre estuvo para «dar contención, acompañar en el dolor y curar a los enfermos”, hoy trata de mantener la calma en una de las tantas batallas que le presentó el coronavirus. La anterior fue su propia internación de 20 días en terapia, fiebre a más de 40 grados, un cuadro agudo. “Aunque no perdí el olfato ni el gusto, ni me dolió el cuerpo”, recuerda. “Pero cuando volví a casa estuve un mes sin fuerzas para nada. Salís mal”, añade. “Si vos no lo tuviste, te haces la fantasía de la gripecita, pero nosotros la pasamos muy mal, todos, así que cuando llegó la vacuna, de ninguna manera pensábamos en no hacerlo, nunca dudamos si lo hacíamos o no: nos vacunamos todos. Hoy tengo las defensas altas, pero igual me cuido, porque al ‘geri’ entran enfermeros, kinesiólogos, familiares”, enumera. Son 26 personas en el plantel, con cocineros y asistentes. Todos están vacunados. Incluso ella, que hasta la semana pasada no tenía su turno, ya recibió la primera dosis.

–¿Cómo fue el episodio de contagio en la residencia?

–Fue increíble, desde que recibimos los tests el primero de agosto, una vez por semana, me daban negativo. Pero un día los pacientes empiezan a tener fiebre. Compré yo otros tests, por si estaban mal, y corroboro: negativos. Pero mis viejos seguían con fiebre. Ahí hablo con el ministro de Salud, el doctor (Fernán) Quirós y al día siguiente me manda a hisopar a todos. ¡Y dieron positivo! ¡Todos, menos yo!

–¿Y qué hicieron entonces?

–Surgieron dos alternativas: externar a todos a través de las obras sociales, que era lo que me proponían todos, o hacer algo distinto. Llamé a los hijos de todos los pacientes y les dije: si ustedes prefieren, los trasladamos a los centros de salud que correspondan. Pero si quieren nos quedamos y mantenemos el cuidado nosotras, que nos íbamos a aislar igual porque no podíamos volver a las casas.

–¿Cómo resultó?

–Fue un baile que no te puedo contar, pero volvería a hacerlo. Hicimos campamento, en el patio. Compramos 15 colchones y nos quedamos. Y estuvo bien, porque tenían síntomas leves y se podía evitar la derivación, pero todo el tiempo de día y de noche había que estar asistiéndolos.

La única persona que murió en ese brote fue Osvaldo Ghio. “Está enterrado en Chacarita, y cuando íbamos a cremarlo por el protocolo, yo iba a llevar a mi papá. Pero antes de buscarlo veo que me hincho, me pongo roja, llaman a la unidad coronaria, me llevan a la clínica Zabaleta”. Ahí Norma quedó internada por covid.

La templanza

No fue esa la primera vez que Norma tuvo que tomar una decisión osada respecto a la atención geriátrica. En 2005 una tormenta de granizo destrozó el techo de la residencia. Recuerda que todos la miraban y reflexiona: “Hay momentos en que te das cuenta que sos el capitán, y si no accionas el barco se hunde”. Decidió rápido. Mandó a buscar a los pacientes, traerlos al salón, comprar una torta: “Inventemos un cumpleaños, para bajar la ansiedad, les digo a mis asistentes, y nos pusimos a levantar los escombros”.

Ella salió, fue por las obras en construcción del barrio a buscar albañiles. En dos horas tenía el equipo que trabajó sin descanso mientras ella y las asistentes dormían en el patio para cuidar a los pacientes. “En un día y medio el techo estaba listo, una tarea titánica”, se admira. Sobre la decisión, agrega: “Ellos ..los pacientes– no podían tener la certeza de la tragedia, había que amortizarlo”, explica sobre la templanza que exige el trato con la ancianidad.

La vejez, esa frontera entre estar y permanecer en las orillas de la vida, Norma la conoce bien: “Hay que tratar de que las familias se acerquen, aunque ellos no los reconozcan, siempre algo los conecta”, comparte. Esa relación es la que ella potencia entre sus pacientes y sus familias. Y eso erosionaron la pandemia y su par: el aislamiento.

“Lo que hicimos durante la pandemia, cada día, fue videollamadas con las familias –detalla–, fue un trabajo bastante fuerte, y hasta los que no podían ver una carita en el teléfono, pero sí escuchar una voz, se ponían contentos. O la familia iba a la vereda y desde la ventana los podían ver. Le buscamos la vuelta para que no sufran, igual sufrían más los hijos porque los ancianos responden al afecto aun con deterioro cognitivo. Pero con el hijo algo cambia. No es lo mismo un helado dado por un asistente que por el hijo”.

A la tragedia de la muerte la pandemia le agrega la soledad. La dificultad de atravesar el duelo cuando las familias no pueden ver a sus seres queridos, se multiplica, explica Norma. La asistencia a los ancianos en ese contexto exigió mayor esfuerzo. “Lo hacemos con mucho amor”, dice Norma, mientras camina desde el bar hacia la residencia.

La infancia

Su padre, Pedro Luis Ghio, tiene 90 años y camina cien cuadras por día. Sus abuelos italianos eran del Piamonte. “Vivían en Almagro, él era encargado de un conventillo y carbonero, económicamente estaban bien porque todos compraban carbón, y había mucha solidaridad. En los años ‘30 el hambre era tremendo y cómo él quería que los chicos del barrio estudiaran hacia un fueguito en la vereda de la escuela, ponía churrasquitos, y cuando ellos entraban, les daba el sanguchito. Con la panza llena se piensa mejor, decía”.

A Norma la crió su abuela, con las mismas costumbres: “Iba al colegio turno mañana y me mandaba almorzaba. Me preparaba milanesas con papas ¡comida! (risas). Nunca fui al colegio con una leche y galletitas, pero a media mañana, cuando todos tenían hambre, yo era ¡Super Hijitus! Fue la mejor época de mi vida –recuerda–, fui única hija y eso me hizo amiguera”. A las amigas de secundaria en el Inmaculada Concepción, las sigue viendo. “Sé que, si quedamos a las 9, abro la puerta de casa a esa hora y están todas”, confía.

De esos años en el conventillo de Mario Bravo al 1150 surgen los primeros contactos con su profesión, cuando «salía corriendo a buscar al médico”. Hasta que en los años ‘70 desalojan a la mayoría de los conventillos en la zona. La vocación estaba arraigada. Estudió en la UBA, y entró a trabajar al Güemes, en 1983.

En un cuarto del primer piso de la residencia está Elvira, su amiga Elvira. “Ya no quiere irse a la casa, pensé que iba a estar un mes, pero no quiere irse”, cuenta Norma. En una pared hay una gran pantalla led. En otra, la ventana muestra los árboles de la calle. Entra una luz tenue. Elvira se acomoda para dormir, es la hora de la siesta. Cuando Norma estudiaba, tuvo que dejar el lugar donde vivía. Elvira era una compañera del trabajo que tenían en un centro médico, y le propuso que fuera a su casa por unos días “hasta encontrar algo”, recuerda. “Fui por siete días y me quedé sieteaños”, sonríe. “¿Cómo no la voy a traer acá cuando ella necesitó asistencia?”, asegura.

Asistir, prestar ayuda, acompañar, curar el dolor. Así define Norma Ghio el métier del médico domiciliario que va en las ambulancias conteniendo al paciente. Y ella luego fue casa por casa, en su propio vehículo. Allí comenzó a pensar en una residencia. En el año ’89 conoce a Martha: “Mi compañera de toda la vida”, cuenta. Recuerda que cuando comienzan a hablar de poner una residencia, no concuerdan. Aun así, en 1992 fundan Casa del Sol. La vida se transformó en “una montaña rusa” entre lo personal y lo profesional, describe. Luego de 25 años de convivencia, Martha y Norma se casan en el registro civil de Coronel Díaz y Santa Fe. Hoy Norma es directora médica y Martha la gerenta de personal de Casa del Sol.

“Por el geri desfilaron 3000 pacientes en 30 años, y quedan siempre amigos, nunca tuve un reclamo”, explica. Tampoco en la empresa para la que hizo domicilios desde 1983. “Hasta que sucedió algo terrible: me caigo y me golpeo en un domicilio, y mi brazo se disloca, sale volando” dice. Norma está en conflicto por el reconocimiento del accidente de trabajo. A partir de ahí solo atiene en consultorio. “Y el geri” señala.

A Norma le gustan los domicilios porque “ahí la gente es como es, y no como quiere aparentar, ahí se ve la situación de vida”. En esa actividad es vital para ella “que mi paciente sienta que estoy con él, que hay un amigo, luchar con él, contenerlo” define. En domicilios Norma atendió a cuatro generaciones de familias. “Conocía la historia de la familia, los conocí cuando se casaban, tenían hijos y nietos, pude hacer una relación de médica de familia. Por eso es tan hermoso el vínculo que se arma”, afirma.

La vejez

“Hay una canción de Serrat que apliqué en mi vida: ‘Jugar las cartas que te da el momento porque el mañana es solo un adverbio de tiempo’ (De cartón piedra), la vida te da golpes que te hacen crecer y madurar, victimizarse no sirve, hay que vivir el hoy sin culpas. La culpa te impide tomar determinaciones: internar a un familiar querido en una institución es hacer lo que tenés que hacer, no es abandonarlo y nadie lo hace porque quiere, sino porque en los domicilios es difícil cuidarlos y un factor es el personal”. Su reflexión resume la problemática de la ancianidad, en la ciudad, en los inicios del siglo XXI. Allí la modernidad que todo lo individualiza, planeta el desafío de burlarla, armar redes de contención, y no considerar a la vejez como factor de descarte.

“Se critica las internaciones geriátricas y no saben lo doloroso que es tomar esa decisión –agrega–. Nosotros lo que hicimos siempre fue acompañar ese dolor y transformarlo en algo para compartir y para reír, por eso compartimos muchos momentos, hacemos reuniones, o videollamadas –sonríe cómplice–, incluso bailes, buscando ser creativos”.

–¿Qué características cree que sostienen su práctica?

–Compromiso y solidaridad. En repartir está la cosa. La solidaridad te saca de la angustia porque estás con otro. No por dar lo que te sobra, sino lo que te duele dar, en todos los planos, para mí la práctica médica también significa dar.

–¿Cómo ve al sistema de salud en esta etapa de la pandemia?

–Los equipos, médicos y enfermeros están agotados, fue un año terrible, y el trabajo se hace igual, pero no con la polenta de hace un año. El sistema de salud está castigado y no así remunerado. La carga laboral, el miedo, y el desprecio de vivir en edificios donde te hostigan cuando te ven entrar y te dejan solo, pero cuando se descompone alguien salen a buscarte. Entiendo ese miedo, ese rechazo, pero es ingrato.

–¿Cree que la pandemia nos dejará mejores actitudes de vida?

–Esto fue doloroso, va a ser difícil de asimilar y seguir adelante, ponerle mucha energía y pensar mucho en el otro, dejar de mirarse el ombligo y ver la necesidad del que tenemos al lado. Si eso pasa el otro va a hacer algo por vos también, en un mundo donde el egoísmo es el centro, será cada vez peor si no aprendemos. Hay mucha gente que aprendió, cambió su forma de vivir, de trabajar y relacionarse. Pero mucha gente perdió todo, hay resentimiento en la calle, agresividad, eso será difícil de sobrellevar.

–¿Qué cree que puede ayudarnos, como sociedad?

–Ser solidarios, ahí puede ser que salgamos adelante, y creo que esa es la premisa para vivir, siempre, con y sin pandemia.

Fuente: Página/12

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