Por Gustavo Ogarrio.
Dicen que es en la infancia cuando más nos atrae el rugido de los motores, la contundencia de los tambores, la voluptuosidad de la música; el ruido violeta y los sonidos flamantes de lo que comienza a ser el mundo. Esto lo escuché hace mucho tiempo en una conversación. No sé si sea del todo exacto. Sin embargo, hay noticias del presente que vienen de lejos con cierta voluptuosidad originaria, noticias que llegan en la sencillez de un llamado y que se transforman rápidamente en esos largos viajes por una mixtura de recuerdos en un tiempo que no sólo es tiempo; imágenes que son golpes de vista ya difuminados, olores a plátano o a cigarrillos primeros con interminables columnas de humo. Evocaciones geométricas que discretamente intentan restaurar el peso específico de un mundo que parece perdido. Una de estas noticias de consecuencias expansivas para mí, en los últimos días, ha sido la que dice que una edición especial de All Things Must Pass, de George Harrison, ha salido al mercado. “Edición colosal”, según algunas de las notas periodísticas. Cincuenta y un años de la grabación del célebre álbum triple de Harrison, el primero de un músico solista con esa extensión, tres discos completos, y cincuenta años de su puesta en circulación.
Apenas puedo recordar que fue a través del periódico Esto que me enteré del asesinato de John Lennon en diciembre de 1980: la foto con los lentes paradigmáticos y el anuncio conmocionado de la primera muerte de un Beatle. Quizás es la noticia inicial que me lleva después a Harrison. Porque el llamado tercer Beatle no era la figura principal del llamado Cuarteto de Liverpool en esas primeras impresiones, en esa composición de recuerdos a manera de un cuadro de contornos imprecisos con sol naciente y de simultáneo contraste de colores. El dulce Harrison no era una línea de fuerza en esa balsa en la que se distinguían las siluetas de John Lennon y Paul McCartney en la conducción de los Beatles. Esto seguramente como consecuencia de esa famosa disputa entre Lennon y McCartney que todo lo desquiciaba al interior del grupo y cuyo primer afectado era sin duda Harrison, ante la candidez admirable de Ringo Starr.
Pero el fuego cruzado entre Paul y John tampoco era del todo parte del cuadro impresionista de infancia y juventud que yo tenía en la memoria de los Beatles y de Harrison, en particular. No sé si se discutían en ese tiempo este tipo de cuestiones entre los adultos simpatizantes del Cuarteto. Puedo decir que fue bastante tardía mi incorporación a esa admiración estupefacta por los Beatles. A veces los escuchaba como música de fondo en las canciones que salían de los discos de mi tío Antonio y que se disipaban por el gran patio de la casa que mi familia compartía. Es muy probable que los haya oído también en fiestas o en reuniones de mis hermanas y de mis primos con amigos; tengo la impresión de que fui bastante hostil con ese mundo adulto y con la música que se bailaba en las salas familiares. Un recuerdo extraviado: alguna de mis hermanas cantando en el sofá rojo “If I Fell”, del álbum A Hard Day’s Night: “If I fell in love with you/ Would you promise to be true/ And help me understand?/ ’Cause I’ve been in love before/ And I found that love was more/ Than just holding hands.”
De los Beatles, siempre fueron las portadas lo que más me atraía. Una de ellas me hacía sentir una cercanía inexplicable: la cubierta del primer álbum, Please please me, en la que aparecen los cuatro en las escaleras de la compañía emi, en Londres, mirando hacia abajo. Pero fue una película la que desató mis ficciones periféricas sobre los Beatles. Se titulaba Yesterday y era polaca, dirigida por Radoslaw Piwowarski: la historia de cuatro jóvenes que se mimetizarían en los Beatles para cantar sus canciones en la fiesta de graduación del liceo. Una disputa por el amor de una estudiante nueva, Ania, entre Ringo y John en un contexto represivo de postguerra, ultracatólico, así como el accidente de John por una descarga eléctrica del micrófono, precipitaban dos de las escenas culminantes de la película. La primera: al llegar la nueva batería de Ringo, ya con la banda de covers separada, éste se tira a un estanque con los tambores colgando del cuerpo. La segunda: afuera del baile de graduación, Ringo y Ania bailan “Love me do” con letra censurada y cambiada, interpretada por otros alumnos del liceo. Quizá lo que más me llamó la atención de esta película era ese modo, tan “lejos de Liverpool”, de vivir y padecer a los Beatles, como si éstos pudieran narrarse de otra manera, muy ajena a sus propios conflictos personales y políticos divulgados a escala mundial por la prensa, y con ello las vidas fantasmales de sus seguidores e intérpretes en lugares impensados pudieran encarnar y transformar las personalidades fetichizadas para darles otro sentido de “eternidad” a sus canciones, como lo hacen Ania y Ringo en un juramento epistolar.
Todas las cosas deben pasar…
Sin embargo, fue Harrison el primer Beatle que irrumpió en mí como una tormenta casi afable cuyos relámpagos eran esos rasgueos de guitarra iniciales y el requinto deslizado sobre una nota (slide), absolutamente ingrávido. “My Sweet Lord” significaba entrar en un cuarto enorme y un poco tenebroso con tocadiscos en el fondo para ser sorprendidos por esa dulzura de la guitarra que comienza y la voz de Harrison y los primeros acordes que se van expandiendo como se expanden las épocas remotas en la conciencia y que se quedan a vivir en el aprendizaje olvidado de la vida. Todavía no eran motivo de toda nuestra atención o de nuestros debates sobre el álbum los coros gospel y ese efecto de alabanza en las voces, proveniente de varios cultos, con los que Harrison quería poner el acento en su crítica al sectarismo religioso.
Una primera conclusión era que escuchar “My Sweet Lord” separada del álbum era muy diferente a dejarla correr por el torrente sanguíneo de todas las canciones. Los seis lados del álbum, tres discos con el doble de caras, se iban ordenando paulatinamente en una recepción y escucha a veces fragmentada, a veces persiguiendo el despliegue de su totalidad y que entendíamos como un camino de sonidos revisitado con cierta obsesión, de atmósferas solemnes y casi giratorias. Ahora pienso que el álbum arranca con ese pautado del amor que es ya muy diferente al de los Beatles: ya no se trata de un juego muy difícil del cual hay que esconderse, como en “Yesterday”, más bien es como una elevación casi cósmica del sentimiento amoroso. No sé por qué tengo la impresión de que con la primera versión de “Isn’t it a pity?” culmina un primer momento: la afirmación de esa igualdad amorosa, una cadencia melódica que le imprime al álbum cierta suavidad para entrar en escena. Se dice que todo el álbum de Harrison es sumamente contemplativo; también creo que con “What is life?” da un giro hacia una proclamación del amor mucho más festiva, pero siempre con esa navegación que va de la contemplación a una intimidad enmarcada en la vida cotidiana del amor, en la que también se desperdician precisamente esos “momentos tan celestiales”.
El álbum de Harrison se fue entreverando, con el transcurrir del tiempo, con experiencias muy concretas, con momentos también fetichizados por el sonido de sus canciones, quizás porque los álbumes llamados de culto eran más bien ondas expansivas que, al escucharlos a través de los años, iban dejando su marca simbólica. Por ejemplo: “If Not For You” y, en particular, “Ballad Of Sir Frankie Crisp (Let It Roll)”, eran como un estanque de sonidos en los que se producía un mandato suave que nos decía al oído: deja que la música pase por sus propias vidas, por esas tardes y noches infinitas.
La cuestión del amor será una constante en los tres acetatos de All Things Must Pass; quizá también es una forma de despedir la década de los sesenta del siglo xx: la desintegración de una tendencia del modernismo que había construido un lenguaje de oposición con una heterogeneidad de luchas sociales y políticas, marcadas por un “nuevo espíritu”, con expresiones artísticas y culturales que también peleaban abiertamente contra el Estado y contra una sociedad castigadora, puritana, racista y unidimensional, todo esto con una cierta idealización de su propio “teatro político”, como lo llamaría Marshall Berman, una “ironía trágica” que envolvía al americanismo. Y es en este territorio de lo americano que ya se jugaban las posibilidades artísticas e individuales de aquellos que recién se habían separado: los Beatles.
Según el mismo Marshall Berman, en su ensayo ya clásico sobre la experiencia de la modernidad, todo lo sólido se desvanece en el aire; los años sesenta del siglo pasado pueden ser simbolizados como “el mundo de la autopista” y “un grito en la calle”, modernismos opuestos, esto desde una perspectiva que tiene su lugar de enunciación en Nueva York. Es en esta ciudad que Harrison arranca su nueva fase de actividad política. El concierto para Bangladesh, organizado por Harrison en solidaridad con Ravi Shankar, músico hindú, fue el punto de partida. Su objetivo era recaudar fondos para los refugiados de Pakistán del este, que buscaba su independencia, mediante dos conciertos en el Madison Square Garden. También significaría el tránsito de las movilizaciones por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam a la era de la filantropía desde el mundo angloparlante ante ciertas crisis humanitarias en Asia y África. Se podría afirmar que la década de los sesenta de ese americanismo se desintegra en el álbum All Things Must Pass, pero esto francamente todavía pasaba inadvertido cuando lo escuchábamos. Como los muchachos polacos de la película Yesterday, estábamos también muy lejos de Liverpool y de Nueva York.
El nombre de este álbum resuena siempre en mí como un lejano mantra que viene de una religión política desconocida y lejana en la que nunca podría haber militado, pero es ensoñadoramente vitalista en sus posibles enseñanzas; digamos que incluso el sonido de sus guitarras y la voz de Harrison me remiten a una especie de infancia y de juventud paralelas y vividas en una lengua imposible; ahora mismo me dicta al oído la dulce y fabulosa ambigüedad de su significado: todas las cosas deben pasar…
Fuente: La Jornada.