Hay ejercicios profesionales muy perniciosos para su gremio y la sociedad. Una mirada al quehacer de los abogados basta para comprobar que mientras el desempeño de una parte de ellos responde a la ética y a las pautas de legitimidad que la ley establece, otros optan por un ejercicio de la profesión que los lleva a ser calificados despectivamente como “leguleyos”: según la Real Academia Española, personas que hacen gestiones ilícitas en los juzgados. Sinónimos de “leguleyo” son “abogadillo” o “picapleitos”, esto último por el afán de algunos de generar confusión y hacer interminables las discusiones. Los leguleyos en general, pero en especial los que se convierten en tales para disfrutar de las migajas del poder, no solo desprestigian a su gremio, sino que son muy dañinos para su país.
Las normas organizan la vida social y orientan a las personas hacia lo que se considera correcto. Por eso, las leyes son un componente esencial para proteger los derechos humanos, defender la vida, hacer justicia y garantizar una convivencia pacífica. Pero cuando la ley es controlada por el poder, la justicia queda en entredicho y los más perjudicados son siempre los derechos de los más pobres, de las víctimas y de los sectores críticos. Cuando se busca dominar sin contrapesos, los agentes del Estado y del partido oficial tuercen la ley para garantizar el monopolio de quien manda. Y en esa dinámica los leguleyos son pieza clave. Por supuesto, no actúan para cumplir la ley, sino para proteger y beneficiar a su patrono. Argumentan con absurdos para hacer que las normas digan sí, donde claramente se lee no; convierten a la justicia en una pasarela donde desfila la impunidad y en la que se contonean los que están envestidos de inmunidad.
En el caso de El Salvador, además de lo anterior, los leguleyos entonan un discurso con doble moral: por un lado, acosan a los opositores del régimen, los denigran, los persiguen, los condenan sin seguir el debido proceso; y por otro, aplauden las prácticas del poder, aunque sean iguales o peores que las que condenan. Buscan con lupa cualquier falta en sus adversarios, pero declaran inexistente las declaraciones de patrimonio de los funcionarios del Gobiernos y se hacen de la vista gorda ante cualquier señalamiento de corrupción. Los leguleyos están para que el rigor de la ley se aplique a los excluidos por el modelo económico y a aquellos que cultivan la verdad.
Los leguleyos de hoy resultan ser en la práctica igual a los fascistas, para los que la ley deja de ser importante en sí misma, porque lo que vale es la voluntad del grupo que detenta el poder. Los malos abogados salvadoreños están construyendo inseguridad e incertidumbre, no solo para sus críticos, sino para toda la sociedad, desde los que callan hasta los que aplauden al régimen. Y en ese sentido, en ese proceso de desmontar lo poco que en democracia e institucionalidad se había alcanzado, cavan un hueco bajo sus pies; el hueco por el que el porvenir de El Salvador se desliza en caída libre.
EDITORIAL UCA.