Antropocentrismo: la implosión ecológica

Por Ilán Semo.

A la hora de reflexionar sobre el calentamiento global, uno recurre a los lugares comunes: la quema de combustibles fósiles produce bióxido de carbono en cantidades masivas; ya en la atmósfera, el CO2 propicia un efecto de invernadero; el resultado: la temperatura aumenta constante e inexorablemente; sobreviene el cambio climático. Ergo: para evitar el calentamiento, habría que disminuir la emisión de bióxido de carbono sobre la atmósfera, lo cual sólo es posible si se reduce el uso de combustibles fósiles. Este el argumento central de la actual retórica del ecologismo de mercado. Y, en cierta manera, todo esto es verdad. Pero, digamos, que la menor parte de la verdad.

Las investigaciones de los últimos cinco años han mostrado que el bióxido carbono, el plomo (y, en general, las derivas de los combustibles fósiles) representan tan sólo uno de los elementos contaminantes. El otro más relevante es el metano, que resulta de los gases que expide el excremento de más de 80 mil millones de vacas, cerdos y aves que son prácticamente torturados en granjas, establos y rastros y acaban (“domesticados” es el término neutral que se emplea para ocultar ese devastador mundo) en las mesas de una parte sustancial de la humanidad.

El ser humano tiene un particular apego hacia los animales con los que convive en su cotidianidad inmediata. El perro, sin el cual el hogar es inconcebible. El gato, que hace a los lugares íntimos de la vida cotidiana. El caballo, que hoy alivia traumas severísimos. Y, sin embargo, una vez situados en las celdas de la producción alimentaria, los seres no humanos devienen cuerpos abandonados en la indiferencia (y el cinismo) que encierra el término de “ganado”. La explosión (ya) metastásica de las industrias del ganado en los pasados 50 años se desarrolla bajo condiciones que apenas se conocen. En el caso de las vacas, esas condiciones se han traducido en la principal causa de la deforestación global. Siempre se requieren más pastizales y amplios espacios para una industria que ha escapado ya a todo régimen de sustentabilidad. La quema de la cuarta parte de la selva amazónica se debe a la fruición de sus agentes. También la desertificación de vastos territorios en México, tanto en el norte como en el sur del país. Al acabar con el mundo de la flora encargada de absorber el bióxido de carbono y mantener el ciclo del oxígeno, se incrementa el efecto de invernadero,se resecan las cuencas de agua, se devastan tierras cultivables.

Para producir una hamburguesa se requieren 3 mil litros de agua. Este año tan sólo se consumirán 100 mil millones de hamburguesas. La cría de la cantidad de animales que acabarán en los rastros para surtir ese consumo empleará más agua de lo que la humanidad entera necesita para vivir durante varios años. Para criar un pollo se consumen 3 mil litros de agua. En un año se devoran 80 mil millones de pollos. La canalización del consumo de agua hacia la producción de ganado devasta zonas agrícolas y equilibrios ecológicos vitales. Se trata de uno de los factores centrales que han implicado el severo cambio climático por el que atraviesa el planeta.

Uno no puede sino pensar en la lógica de la valorización y la acumulación de capital para explicar las razones de esta suerte de delirio alimentario. Finalmente, desde el siglo XIX la acumulación de capital consistió en la acumulación de los cuerpos (en fábricas, hacinamientos, ciudades ), y ésta en la acumulación de los cuerpos animales que deberían sostener a la valorización en su conjunto. Pero el fenómeno parece más complejo. Incluso las versiones más audaces de una sociedad no capitalista no prescindieron de la masacre de los animales como condición para reificar el destino del “Hombre”.

El ser humano parece haber olvidado que no es más que uno entre muchos otros seres con los que cohabita el planeta. El antropocentrismo, la condición que lo ubica como el dispositivo de dominio de todo ese vasto parque natural, se ha transformado en un régimen no sólo de control, sino de destrucción de las condiciones que hacen factible la sustentabilidad de la propia vida humana. Digamos que es un mecanismo que se sitúa en el punto más ciego de las empatías y las relaciones de lo humano con su entorno. En el caso de su relación con los animales, se trata más que de la lógica de un régimen alimentario, de una suerte de cáncer que avanza sobre las otras especies.

El gobierno de Morena, desde su inicio, emprendió un programa para sembrar árboles como respuesta a los reclamos de una opción ecológica. No es una idea inocente. El árbol se encuentra en el centro de la restitución de todo el equilibrio que permite los ciclos del agua y el oxígeno. Sólo que mil millones de árboles (el plan del programa) representan una cifra simbólica (es la cantidad que siembra Alemania en un año). Sin embargo, uno de los centros de cualquier política ecológica se encuentra en modificar de tajo el régimen alimentario. Y mientras que las industrias del ganado sigan reinando sobre nuestros gustos, afectos y empatías, o falta de empatía con el mundo animal, esos árboles serán tan sólo un suspiro en el paso de la destrucción.

Fuente: La Jornada.

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