No solo Washington decide “quién es el malo y quién es el bueno y también cuándo el malo se vuelve bueno y el bueno se vuelve malo”, tal como lamenta Bukele; Moscú y Pekín también lo hacen y, antes, Gran Bretaña y Francia, y todos los imperios. Dictaminar el bien y el mal es competencia de ellos.
Por: Rodolfo Cardenal*
El mismo Bukele decide quién es bueno y quién es malo, y cuándo alguien deja de ser una u otra cosa. Ejemplo de ello son la justicia que administra y el criterio para designar funcionarios. Los imperios no tienen amigos, sino compañeros de viaje y solo en la medida en que sus intereses coinciden. Es necio y torpe confiar en sus buenas palabras.
La guerra de Ucrania y la crisis del petróleo han acercado a Washington no solo a Caracas, sino también a Teherán. Hábilmente, Caracas ha reaccionado de manera positiva, sin romper con Moscú. El acercamiento le abre a Venezuela la posibilidad de paliar su crisis económica y obtener el reconocimiento de su presidente. Teherán tampoco ha cerrado la puerta. Enredado en sus filias y fobias, Bukele carece de flexibilidad para aprovechar las oportunidades. En el ámbito internacional, la tolerancia y la creatividad son cruciales para mejorar la propia posición. La coyuntura internacional ha convertido al petróleo de Venezuela y de Irán en un bien muy valioso. El Salvador no tiene petróleo, pero, a diferencia de Venezuela, no solo desperdicia las aberturas para avanzar, sino que se enclaustra aún más. Los imperios están para quedarse. En consecuencia, hay que contar con ellos y negociar inteligente y astutamente. Bukele, en cambio, elige mirar hacia adentro. Intenta explotar la crisis mundial para consolidar su posición interna.
En una comparecencia de casi dos horas de palabra atropellada y prolija, atribuyó los males internos a las potencias mundiales y, por consiguiente, se declaró impotente para contener los efectos negativos de la pandemia, de los trastornos experimentados por la producción y la cadena de suministros, de la inflación y de la guerra. Es cierto que el origen de esas crisis está fuera de su control, pero también es verdad que, excepto la última, las demás tienen al menos dos años de castigar a la gente sin que él haya hecho algo para suavizar su impacto. Excepto la pandemia, y solo al comienzo, Bukele se ha desentendido de todas ellas. Solo se ha interesado en el bitcóin. Su posición actual es débil. La gente resiente cada vez más las consecuencias de esas crisis. Tal vez por eso dedicó casi una hora a recorrer los noticieros internacionales que informaron sobre ellas. Quizás dudoso de su credibilidad, no se atrevió a hablar por sí mismo. Bukele asumió el papel de presentador de noticias y convirtió su comparecencia en noticiero de radio y televisión para declararse una víctima más de las potencias.
Si Estados Unidos acudió a Venezuela a causa del petróleo y si la Unión Europea se niega a prescindir del suministro de gas ruso, mucho menos margen de maniobra tiene el presidente de El Salvador. Dicho esto, Bukele anunció once medidas económicas, cuya eficacia es muy relativa. Suprimió algunos impuestos a los derivados del petróleo, liberó de aranceles la import1ación de bienes cuyo arancel ya es cero y pretende controlar los precios de algunos bienes básicos. El farragoso énfasis en el costo de estas medidas le sirvió para subrayar su papel de víctima de circunstancias externas.
Contrario a su liberalismo decimonónico, Bukele insistió en intervenir en el mercado para controlar los precios y contener la inflación. Ordenó desplegar inspectores, policías y soldados en puntos estratégicos y aumentar las sanciones a los rebeldes. A primera vista, convence. Pero la tarea es inasequible, porque no tiene capacidad para intervenir en la economía de esa manera. No lo hizo antes y no lo hará ahora. El despliegue de estos primeros días no es universalizable ni sostenible a mediano plazo. El caos generado a raíz de la captura de un connotado busero y de la confiscación de sus vehículos augura el fracaso del plan. La improvisada operación presidencial y su torpe ejecución han generado más descontento que satisfacción en la población. Endurecer las sanciones es ineficaz, porque no hay agente que identifique a los infractores. Asistimos a acciones demostrativas de una voluntad presidencial que se agota en su demostración.
Al final, Bukele se refugió en el tradicional llamado a la conciencia de la empresa privada para que traslade el beneficio de sus medidas al consumidor, reduzca el margen de ganancia y no se aproveche de la coyuntura. E invitó a su audiencia a hacer un acto de fe para creer que ahora hay mejor educación, salud e infraestructura. Pero los llamados a la conciencia y los actos de fe se estrellan contra el egoísmo y la ambición de dinero, de poder y de fama. La política internacional ha resultado demasiado compleja para un régimen incauto e inculto.
*Director del Centro Monseñor Romero.