Por Andrés Carrasco*
El recorte de la realidad que hace la ciencia moderna determina que la racionalidad científica no sea en sí misma científica. Por tal razón, la ciencia de la modernidad produce tanto conocimientos como desconocimientos. Es frágil en cuanto a su criterio de verdad y ciertamente no neutral cuando pretende constituirse en certeza. Eso la hace manipulable, promoviendo científicos que son en verdad ignorantes especializados, mientras que induce convenientemente en los ciudadanos una falsa concepción generalizada.
Sólo la ciencia que es capaz de dialogar con otras formas de conocimiento como el del sentido común, puede ser ciencia. Y solo la interpenetración de estas formas de conocer puede garantizar la posibilidad de una nueva racionalidad. Una racionalidad de racionalidades.
Siguiendo a Boaventura de Sousa Santos sostenemos que el verdadero cambio epistemológico es que el conocimiento científico incorpore los saberes basados en el sentido común. Esta postura no desprecia el conocimiento científico, sólo clama para que sea imbuido de sentido común permitiendo su traducción en autoconocimiento y esa sabiduría de vida que marca la prudencia y equilibrio de la aventura científica.
El capitalismo global, como el poder, crece o se muere. Un capitalismo que rompa esa regla deja de serlo y para ello, se incrusta en la vida que deja de ser natural para ser preformada.
Esta relación ciencia-capitalismo no critica la razón científica como tal, sino “al núcleo irracional del racionalismo como mito sacrificial” que tiene (en sentido de doblegarse ante este mito) en su búsqueda del absoluto. Deja de ser racional y sacrifica su conciencia crítica y contenido humanista. La racionalidad técnica hace desaparecer la sensibilidad que la modera, reemplazando a la racionalidad del conflicto, abandona la ética y confunde política con mercado.
En esta mirada se pretende que lo que no puede o no quiere resolver la política se lo encarga a la ciencia (como con el conflicto de la pastera Botnia), ésta se erige entonces en árbitro que somete al conflicto a un escrutinio y decisión inapelable y, por lo tanto, subordina a la política como el arte de la conducción social. Pero va más allá. Al constituir esta lógica queda en latencia que la política y el conflicto, por irracionales, deben recurrir a la verdad de la ciencia y desplaza la mirada del sentido común, de los afectos, del espíritu liberador, en fin del pensamiento crítico.
Esta mirada dominante, como heredera de la Europa colonial y sus instrumentos de dominación y saqueo, muestra que el poder corporativo tiene, a través de las políticas de Estado, el control del desarrollo científico-tecnológico como el aliado más fiel y eficaz, legitimado en la presunta neutralidad científica.
El colonizado, a su vez, celebra a sus colonizadores, su paradigma de ciencia, su sentido del desarrollo, su orientación epistémica y disciplinar, culminando en políticas dependientes. No puede ser emancipador y/o progresista, generar conocimiento al servicio de concepciones culturales que piensan el capitalismo como sinónimo excluyente de civilización. Cómplices de las asimetrías creadas por la globalización, adhieren a una liturgia que sacraliza un sentido del conocimiento que profundiza la depredación y la exclusión.
Un ejemplo de esto es la idea de remediación vinculada a los estudios que evalúan el impacto ambiental de los megaproyectos productivos, sustentada en que el apilamiento técnico (capitalismo cognitivo) puede atemperar los daños de la tecnología.
Cabe preguntarse: ¿De qué le sirve al conjunto del pueblo argentino y latinoamericano tener científicos premiados por su trayectoria, editores de revistas renombradas, subsidios internacionales, sueños de candidaturas al Nobel, si la política es reproducir modos y visiones neodesarrollistas y coloniales del primer mundo, extrañas a nuestras raíces culturales e intereses nacionales y populares?
Nada mejor que recurrir a Antonio Gramsci para entender que el conocimiento y la forma en que se reproduce es parte del conflicto social y la construcción del contexto histórico-político. Por lo tanto, todo conocimiento es ideológico y su análisis histórico remite siempre a un acto político.
¿Qué concordancia existe entre el discurso que reclama la soberanía sobre las Malvinas y no lo hace sobre los recursos de la plataforma submarina, mineros, energéticos, agropecuarios? No hay correspondencia entre el discurso fuerte en lo simbólico y débil en los cimientos de la construcción de una estrategia emancipadora. Dicho discurso espera el reconocimiento y con ello ser admitido en el club del progreso capitalista, no quiere situarse en la periferia para mirar el centro; desea, sueña, un lugar en el centro.
¿Es el precio para ser aceptado en el sistema-mundo de los negocios concentrados de las grandes ligas, sacrificar autonomía, rematar los bienes comunes, usar sustancias tóxicas en la agricultura del monocultivo o fabricar vacunas inseguras para prevenir pandemias inventadas (en complicidad con la OMS) por las corporaciones farmacéuticas? ¿Podemos seguir aceptando que la globalización (un emergente del poder mundial, no del consenso simétrico de las naciones) es virtuosa y que es necesario insertarnos en ella, aunque restrinja nuestra autonomía, sacrificando espacios de soberanía en el uso de bienes naturales, culturales, y territoriales, porque no hay otra alternativa? Ésa es la pregunta a ser respondida. En eso nos va el futuro como sociedades latinoamericanas.
*Andrés Carrasco falleció el 10 de mayo de 2014.
**Texto extraído de la página 96 del libro “Modelo agrícola e impacto socio-ambiental en la Argentina: monocultivo y agronegocios”. Autores del libro: Andrés Carrasco, Norma Sánchez y Liliana Tamagno. Publicado en 2012.