La imagen del conocimiento reflejaba que el compromiso y la visión de la educación eran una réplica de las tareas que ese compromiso fijó en la agenda moderna. El conocimiento tenía valor puesto que se esperaba que durara, así como la educación tenía valor en la medida en que ofreciera conocimiento de valor duradero.
Por: Zygmunt Bauman
Así llegamos al primero de los múltiples retos que la educación contemporánea debe afrontar y soportar. En nuestra «modernidad líquida», las posesiones duraderas, los productos que supuestamente uno compraba una vez y ya no reemplazaba nunca más —y que obviamente no se concebían para ser consumidos una única vez—, han perdido su antiguo encanto. Considerados alguna vez como activos ventajosos, hoy tienden a verse como pasivos. Los que alguna vez fueron objetos de deseo se transformaron en objetos de resquemor. ¿Por qué? Porque el «mundo vital» de la juventud contemporánea, compuesto desmañadamente con porciones de sus experiencias vitales, ya no se parece a los pasadizos ordenados, sólidos y «aprendibles» de los laberintos «de ratones de laboratorio» que hace medio siglo se utilizaban para explorar los misterios de la buena adaptación a través del aprendizaje. John Kotter , profesor de la Harvard Business School, aconseja a sus lectores que eviten quedar atrapados en empleos de larga duración del tipo «puesto permanente» y, en realidad, desaconseja desarrollar una lealtad institucional o dejarse absorber demasiado en cualquier empleo durante un tiempo prolongado. No debe sorprendernos, pues, que el panadero Rico se lamentara ante Sennett de lo dificultoso que le resultaba explicar qué podía significar un compromiso .
La historia de la educación está plagada de períodos críticos en los cuales se hizo evidente que las premisas y estrategias probadas y aparentemente confiables habían perdido contacto con la realidad y exigían ajustes o una reforma. Con todo, aparentemente la crisis actual es diferente de las del pasado. Los retos actuales están golpeando duramente la esencia misma de la idea de educación tal como se la concibió en el umbral de la larga historia de la civilización: hoy está en tela de juicio lo invariable de la idea, las características constitutivas de la educación que hasta ahora habían soportado todos los retos del pasado y habían emergido ilesas de todas las crisis. Me refiero a los supuestos nunca antes cuestionados y mucho menos sospechosos de haber perdido vigencia, con lo cual, necesariamente, deberían reexaminarse y reemplazarse.
En el mundo de la modernidad líquida, la solidez de las cosas, como ocurre con la solidez de los vínculos humanos, se interpreta como una amenaza. Cualquier juramento de lealtad, cualquier compromiso a largo plazo (y mucho más un compromiso eterno) auguran un futuro cargado de obligaciones que (inevitablemente) restringiría la libertad de movimiento y reduciría la capacidad de aprovechar las nuevas y todavía desconocidas oportunidades en el momento en que (inevitablemente) se presenten. La perspectiva de cargar con una responsabilidad de por vida se desdeña como algo repulsivo y alarmante.
Hoy se sabe que las cosas más preciadas envejecen rápido, que pierden su brillo en un instante y que súbitamente y casi sin que medie advertencia alguna, se transforman de emblema de honor en estigma de vergüenza. Los editores de las lustrosas revistas de moda saben tomar bien el pulso de la época: junto con la información sobre las nuevas tendencias acerca de «lo que hay que hacer» y «lo que hay que tener», proporcionan regularmente a sus lectores consejo sobre lo que «ya no se usa» y debe descartarse. Además, hoy se espera que ni siquiera los hábitos que supuestamente habrían de durar un poco más permanezcan inalterables. Un anuncio reciente de oferta de teléfonos móviles atrae a los curtidos usuarios de teléfonos con esta exhortación: «Usted ya no puede presentarse en público con ese móvil que tiene ahora… vea los nuevos modelos». Nuestro mundo recuerda cada vez más la «ciudad invisible» de Leonia de Italo Calvino, donde «la opulencia puede medirse, no tanto por las cosas que se fabrican, se venden y se compran cada día; [… ] sino, antes bien, por las cosas que se tiran diariamente para dejar lugar a las nuevas». La alegría de «deshacerse» de las cosas, de descartarlas, de arrojarlas al cubo de la basura, es la verdadera pasión de nuestro mundo.
La capacidad de durar mucho tiempo y servir indefinidamente a su propietario ya no juega a favor de un producto. Se espera que las cosas, como los vínculos, sirvan sólo durante un «lapso determinado» y luego se hagan pedazos; que, cuando —tarde o temprano, pero mejor temprano— hayan agotado su vida útil, sean desechadas. Por lo tanto hay que evitar las posesiones, y particularmente las posesiones de larga duración de las que no es fácil librarse. El consumismo de hoy no se define por la acumulación de cosas, sino por el breve goce de esas cosas. Por lo tanto, ¿por qué el «caudal de conocimientos» adquiridos durante los años pasados en el colegio o en la universidad habría de ser la excepción a esa regla universal? En el torbellino de cambios, el conocimiento se ajusta al uso instantáneo y se concibe para que se utilice una sola vez. Los conocimientos listos para el uso instantáneo e instantáneamente desechables de ese estilo que prometen los programas de software —que aparecen y desaparecen de las estanterías de las tiendas en una sucesión cada vez más acelerada —, resultan mucho más atractivos.
Todo este encogimiento del lapso de vida del saber, provocado por un «contagio» completo —por el impacto de degradar la durabilidad de la posición, alguna vez venerable, que ocupaba en la jerarquía de valores—, está exacerbado por la mercantilización del conocimiento y del acceso al conocimiento.
Hoy el conocimiento es una mercancía; al menos se ha fundido en el molde de la mercancía y se incita a seguir formándose en concordancia con el modelo de la mercancía. Hoy es posible patentar pequeñas porciones de conocimiento con el propósito de impedir las réplicas, al tiempo que otras porciones —que no entran en el marco de las leyes de la patente— constituyen secretos cuidadosamente guardados mientras están aún en el proceso de desarrollo (como un nuevo modelo de automóvil antes de que se exhiba en el salón del año siguiente), siguiendo la bien fundada creencia de que, como en el caso de cualquier otra mercancía, el valor comercial refleja lo que diferencia al producto de los ya existentes antes que la calidad del producto en su conjunto. Lo que diferencia al producto, por regla general, es de corta vida, pues el impacto de la novedad se desgasta rápidamente. Por lo tanto, el destino de la mercancía es perder valor de mercado velozmente y ser reemplazada por otras versiones «nuevas y mejoradas» que pretenden tener nuevas características diferenciales, tan transitorias como las de los productos que acaban de ser desechados porque ya perdieron su momentáneo poder de seducción. Concentrar el valor en lo diferencial es una manera de devaluar, oblicuamente, el resto del conjunto, el resto que no ha sido afectado por el cambio, el resto que «sigue siendo igual».
Así es como se desalienta la idea de que la educación puede ser un «producto» que uno gana y conserva, atesora y protege y, ciertamente, ya son pocos los que hablan a favor de la educación institucionalizada. Antes, para convencer a sus hijos de los beneficios del aprendizaje, los padres y madres solían decirles: «Nadie podrá nunca quitarte lo que has aprendido». Semejante consejo puede haber sido una promesa alentadora para aquellos niños a los que se les enseñaba a construir sus vidas como casas —desde los cimientos hasta el techo, mientras en ese proceso iban acumulando el mobiliario—, pero lo más probable es que la juventud contemporánea lo considere una perspectiva aterradora. Hoy los compromisos tienden a ser muy mal vistos, salvo que contengan una cláusula de «hasta nuevo aviso». En una cantidad cada vez mayor de ciudades de Estados Unidos, los permisos para construir sólo se entregan junto con su correspondiente permiso de demolición…