En el país, la disminución de la preocupación por la inseguridad está aparejada con el aumento de la preocupación por el incremento general de los precios, especialmente de los alimentos.
En la encuesta de evaluación del año 2022 del Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop), el 68% de los encuestados opinó que el costo de la vida aumentó mucho, 93% percibió incremento en los precios de los productos de la canasta básica y el 39% dijo que el desempleo aumentó. Las cifras económicas confirman la percepción de la gente. Según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples de 2022, recién publicada por el Banco Central de Reserva, el año pasado la inflación alcanzó el 7.3%, algo que no se registraba desde hacía 26 años.
Los datos oficiales evidencian que la pobreza —por tanto, el número de pobres— ha aumentado en el país. Un 26% de los hogares viven en pobreza, tres puntos y medio más que en 2019. Los hogares viviendo en pobreza extrema, es decir, que no alcanzan ni a comprar los alimentos básicos, pasaron del 4.6% en 2019 al 8% en 2022. Como agravante, la deuda pública se ha disparado en los últimos años y las proyecciones internacionales presagian una profundización de la crisis económica. El Fondo Monetario Internacional proyecta que América Latina crecerá solo un 1.6% en 2023, dos décimas abajo de lo estimado hace unos meses y muy lejos del 4% de crecimiento registrado en 2022.
Frente a este escenario, poco sirve decir que se trata de un problema mundial y que, por tanto, El Salvador no puede hacer nada por reducir el impacto en las familias. Por supuesto, hay factores internacionales que no dependen de lo que se haga aquí, pero también es cierto que hay factores internos en los que sí se podría trabajar. Por ejemplo, en el país, a diferencia de otras naciones, nunca se ha considerado la alimentación como un asunto de primera importancia. Por el contrario, ha habido y sigue habiendo un abandono del campo y de la producción agropecuaria. Si no se importara el 80% de los granos básicos, hortalizas y frutas que se consumen a nivel nacional, con seguridad el precio de la canasta básica fuera más accesible. Según datos de la Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores Agropecuarios, en la cosecha 2021-2022 se cultivaron 28.6 millones de quintales de granos básicos; en la siguiente, solo 19.9 millones.
Por otro lado, si bien, tal como señalan los datos oficiales, el país ha crecido económicamente en algún grado, simultáneamente ha aumentado el número de gente viviendo en pobreza y pobreza extrema. Ante ello, la conclusión obvia es que, al igual que siempre, el crecimiento se queda en pocas manos, aumentando así la lacerante desigualdad de nuestra sociedad. Hasta la fecha, ninguno de los Gobiernos de la posguerra ha hecho algo para cambiar el injusto modelo fiscal que concentra la riqueza y multiplica la pobreza; ninguno se ha atrevido a implementar una reforma fiscal progresiva que beneficie a los sectores más pobres.
Aunque mucha gente se queda impávida ante la afirmación de que la deuda sigue engordando a pasos agigantados y que el costo de la vida ha subido varios puntos porcentuales, sí le afecta que ahora solo le den tres plátanos por un dólar cuando antes obtenía cinco. La economía se entiende mejor cuando toca el bolsillo. En países como el nuestro, que reproducen constantemente la economía informal ante la incapacidad de generar empleos dignos y estables, en los que la mayoría de la población no tiene garantías laborales ni protección social, las crisis golpean con mayor dureza. Y nada permite decir que la actual amainará. Más allá de la propaganda oficial, el futuro de El Salvador es tan incierto como antes.
Editorial UCA