Remy pensó que no había nada mejor que tomarse unas merecidas vacaciones, después de una larga jornada de trabajo. Desde el inicio de la pandemia sólo había visto el mar en estampas o por la televisión, y ardía en ganas de abrazar sus aguas salinas, aspirar la brisa marina y tenderse, de cara al cielo, sobre la arena.
Por: Prof. Mario Juárez
Esa mañana del miércoles Santo estaba abrumada de luz y de todos lados llegaba gente al punto de la 102, a un costado del parque Bolívar. “¡Al puerto, al puerto!”, se desgañitaba el cobrador.
Ya en la “Coaster”, junto a su novia, un gesto de júbilo se expresó en su rostro, como festejando el inicio de la aventura. Un reggaetón estridente hacía vibrar los tímpanos de algunos pasajeros de la tercera edad, quienes, haciendo un mohín de desprecio, se tapaban las orejas. Remy, al ver que no había esperanza de sostener una conversación amena, se atrevió a decir: “¡Bájale el volumen, muchacho!”, pero el joven motorista fijaba sus ojos sobre el asfalto y no parecía escuchar las voces de protesta; su objetivo era llegar pronto a la meta.
El océano apareció verde, fresquito, seductor. Cuando estuvieron en el Majahual, se acomodaron en un cuarto minúsculo que, como único moblaje, tenía una mesa y una banca de rústica madera.
El agua estaba fresquita, espumeante, y la playa, pachita. Un mar de gente chapaleaba y jugaba, disparándose cascadas de agua. Varias señoras, en camisón, se adentraban por la orilla, hasta la mitad de la pierna y se bañaban con huacales de plástico o de morro.
Remy -que apenas había probado la temperatura del agua con los dedos de su pie-, sintió de pronto una mano fuerte sobre su hombro. Cuando dio la vuelta, vio un soldado, que tenía una mirada turbia y que apretaba los dientes: “¡Vení para acá; apurate. Ponete las manos en la nuca, tendete en la arena y allí te estás!” La novia de Remy quiso intervenir, pero el militar le dijo: “¡Y vos, cabrona, también tirate en la arena, y no me resongués!”
Remy se dio cuenta de que el militar se dirigía a otro de mayor rango y le decía: “¡Mi comandante, nos faltan dos más!” Y el otro, con voz afónica, le respondía: “¿En serio? ¡Agarra otros dos pollos y te los llevas, pues!”
Remy y su novia preguntaron qué delito habían cometido. Los verdeolivo les decían: “¡Miren sus cuerpos cómo están forrados de tatuajes!” “¡Cierren la boca mejor!” “Calladitos se ven más bonitos”.
– Pero nuestros tatuajes no tienen alusión a nada, ni a nadie, excepto al arte.
– ¡El arte! -dijo socarronamente el uniformado-. La diferencia de tu arte a mi arte es que mi arte es miarte, ¡je, je, je!
– ¿Qué hacemos con ellos, mi comandante? -volvió a preguntar el subordinado a su jefe, quien saboreaba ahora una minuta de menta.
– ¡Démosles matacán! -dijo éste tranquilamente.
Remy dio cuenta que, tras ser capturados sin justificación, les pusieron unas cinchitas tan apretadas en las manos, que las venas pugnaban por estallar, que los trasladaron a una delegación policial, fuertemente custodiados, como si se tratara de criminales. Allí los colocaron en fila y comenzaron a fotografiarlos en medio de muchos soldados y policías, que parecían cumplir, orgullosos, una notable misión.
“Es totalmente inaudito lo que nos hacen en esta vacación -exclamó Remy, a la par de una tarima improvisada-; de la noche a la mañana tiran al suelo nuestra imagen pública; nos denigran, nos hacen sentir que somos nada… Nos tratan como a delincuentes… cuando no somos más que ciudadanos honrados, que sólo deseamos quitarnos el estrés después de tanto trabajo…”
Al finalizar con esta declaración, Remy sólo recuerda un golpe sordo y seco en su espalda, que lo hizo ver lucecitas.
Los soldados lo levantaron, lo sujetaron por los brazos y el cuello y lo condujeron a una bartolina maloliente. En cuanto vio que cerraron la puerta de metal con gran estrépito, su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Se puso de rodillas, rezó, y al repasar en su imaginación toda su vida cotidiana de antaño, se preguntó a su vez qué crimen había cometido para merecer castigo tan duro.
Así pasó toda la tarde hasta que oyó el girar de llave de un gran candado. “¿Ya estás más razonable?, le preguntó un gendarme de mala facha. “¿Tenés hambre?” Remy negó con la cabeza y sólo se dignó a decir: “¡Necesito un abogado!” El soldado lanzó una carcajada y agregó: “¡Para ustedes, los homeboys o colaboradores, no hay abogados quien los defienda; sóquenla!”
Allá a lo lejos se oía la bravura y el chocar de las olas.
Lo sacaron de la celda, lo esposaron y lo obligaron a correr, inclinado hacia adelante, a la par de quien lo sujetaba del brazo, hacia un camión que lo esperaba afuera del edificio. Dentro del vehículo había otros de su misma condición; hombres de todas edades, alineados y sentados, uno tras otro, con la angustia y humillación en sus rostros. Era un espacio sin ventilación. El calor era tan intenso, que los hacía cerrar los ojos, el sudor empapaba sus cuerpos y parecían buscar un resquicio para tomar un poco de oxígeno.
Bienvenidos al Penalito, parecía decir un rótulo frente a la edificación donde muchos capturados eran recibidos. Allí, los camiones policiales descargaban jóvenes y viejos de distintas zonas de la capital y del campo. Llegaban a raudales. Todos corrían en fila, inclinados en un ángulo incómodo, en el que algunos recibían un bastonazo, ya sea en la pierna o en las costillas.
¿Qué era, entretanto, de doña Mila?
Al enterarse de que a su hijo junto a su novia los habían capturado, sufrió una descompensación en su nivel de glucosa. Con la esperanza de verlo y llevarle comida y algunos medicamentos (Remy era asmático), enrumbó sus pasos hacia aquellos lugares, donde, según se decía, eran los centros de detención más inmediatos de personas con vínculos a las pandillas… Allá arrastró sus pies de setenta años.
– ¿Cómo dice que se llama? -le dijo el custodio que estaba apostado en el portón.
– Mi hijo se llama Remigio Antonio Clímaco Andrade.
– ¡Jum! ¡Déjeme ver! A ver… A ver… Sí, aquí está. Lo acusan de ser pandillero, 18 Skinni, sureños…
– Ski… ¿qué? Mi hijo no es de esos muchachos. Sólo sé que tiene muchos tatuajes.
– Pero aquí dice que es un homeboy –sentenció él.
– Bueno… no sé qué quiere decir eso…, pero tal vez usted pueda tener corazón al entregarle a mi hijo esta ropa blanca, estas dos porciones de pollo Campero, este juguito y este inhalador…; él es asmático, sabe…; desde pequeño me padeció de asma…
– No se puede ingresar alimentos ni medicamentos; la ropa, sí. Aquí les dan frijoles, arroz y tortillas, que son ricas en calcio, hierro, potasio…; medicina, no se diga. Aquí los asiste un médico diariamente, doña.
La niña Mila le entregó el paquete e hizo el camino de regreso. Dios fue tan bueno al permitirle, al menos, saber el paradero de su hijo. Ahí supo y pudo ver con sus propios ojos a otras madres que, según supo, habían permanecido días y noches en las afueras del centro penitenciario, durmiendo a la intemperie, en champitas improvisadas, adosadas a sus muros. “¿Y hoy qué hago?” “¿A quién recurro en estos casos?”, se dijo. Tenía que ser fuerte, como dicen, no desanimarse, y corrió en busca de todos los amigos de su hijo, que tenían alguna influencia, entre ellos su patrón de la imprenta donde había trabajado Remy por muchos años. El jefe, al percatarse de que a Remy lo habían arrestado por pertenecer a las pandillas, declaró que no quería problemas y prefirió no hablar más del asunto.
Ya en su casa, doña Mila, puso su mente y su corazón en orden. Le aconsejaron ponerse en contacto con instancias como Cristosal, el Socorro Jurídico, el Comité contra la Tortura de la ONU, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos… ¿Qué podrían hacer por ella, más bien por su hijo?
“Emocionalmente estoy muy mal. Se me ha subido el azúcar, se me ha bajado la presión por la incertidumbre de no saber cómo estará mi hijo, porque una como madre, siempre los va a venir a buscar, porque yo sé que él es inocente. El soldado que me atendió parecía tener un corazón de palo, y sus ojos vacíos como de muerto nunca me vieron. Por lo menos ya sé dónde está mi Remy. Me preocupa cómo estará sin su inhalador…”
Remy se debatía entre el inmenso calor y la humedad y la fetidez de la celda donde se encontraba, entre otros presos. Se ahogaba. No comía, y todos pensaban que se había declarado en huelga. Todos los días los vigilantes les ordenaban que se pusieran de pie para que tomaran su desayuno: una tortilla hecha a la ligera, dos onzas de frijoles y otras dos de arroz. Cada uno debía presentar al custodio una taza de plástico para el café, que era una especie de agua rala, conocida popularmente como “agua de cangrejo”. Los gendarmes los obligaban a beberla porque, según decían, era fortificada. Remy no se levantaba, ni presentaba su pocillo.
La rutina no cambió, y así pasó un mes, dos, tres, hasta que Remy ya no pudo más; lo ingresaron a una clínica del reclusorio donde le suministraron algunos medicamentos, así como también revisaron su caso en materia judicial. Un abogado le prometió que pronto saldría de ese infierno, pero le pidió que tuviera un poco más de paciencia, pues el “papeleo” tomaría varios días. En relación con el asunto económico, le pidió que dijese a su familia que dispusiera de al menos unos dos mil dólares… Remy recordó que tenía una “masita” ahorrada, pero desconocía la cantidad, y los números de la clave de su tarjeta de débito, se le habían olvidado. Creyó necesario que le hiciesen algo así como una reiniciación de su cerebro.
Al inicio de su captura, Remy pesaba más o menos 170 libras, pero a los tres meses, cuando vio la luz del exterior, su cuerpo parecía como el de un rehén salido de un campo de concentración nazy. Su madre y sus hermanas abrieron la boca del asombro, y las lágrimas brotaron de dolor y compasión. La debilidad le impedía hablar y lo obligaba a caminar despacio; tuvieron que sostenerlo para que no cayera. Inmediatamente le dieron de beber unos sueros orales, que compraron en una farmacia cercana.
De la novia de Remy no se sabe nada. Según decían las buenas lenguas, al principio la llevaron a un centro de detención en Ilopango, conocido como “Cárcel de mujeres”, pero luego la trasladaron al penal de Izalco. Tenía tres meses de embarazo cuando el soldado la derribó en la arena de la playa y la obligó a permanecer en esa posición por largo rato. Nada más.
Era el mismo soldado que se apropió del teléfono celular de Remy (que por cierto se hizo del ojo pacho). Ahí revisó todos los contactos, entre ellos, el de la hermana menor de Remy, Gilma, una muchacha de diecinueve años, humilde y bella, que estudiaba el bachillerato.
Un día, a eso de las diez de la noche, Gilma comenzó a recibir unos mensajes, en su móvil, a través de WhatsApp, de un hombre que luego se identificaría como emisario de la justicia. Este sujeto fue quien había sometido a Remy en la playa. Entre los compañeros de su unidad policial era conocido como “Pata miada”, por extrañas razones. Por intuición de doña Mila, este subalterno fue quien obtuvo el número de su hija. “Me quito esta oreja si me equivoco”, decía la señora.
Los mensajes que recibía Gilma eran comprometedores: “¿Cuándo te puedo ver y platicamos?” “Estás bien bonita”. El recluta le decía que deseaba verla para evitar que pudieran recapturar a Remy. Le insistía que él, como militar, tenía mucha autoridad a su favor y podría impedir que a su hermano lo regresaran a la cárcel. Sin embargo, ella le contestaba que sentía miedo y no tenía el tiempo ni el dinero para hacerlo. Las llamadas y los mensajes no cesaban. La muchacha vivía atormentada y sentía temor de denunciar al “Pata miada”, debido a la vigencia del mismo régimen de excepción. También aseguraba estar consciente que, bajo esta medida, los militares podrían capturar, sin ninguna razón, no sólo a ella, sino a los demás miembros de su familia.
– Mamá, dice este hombre que quiere verme en Metrocentro, y me asegura que a mi hermano no le pasará ningún peligro, si llego hoy. Y me pregunta que qué dice usted.
– ¡Decile, que digo yo, que coma mierda!