Cuando en el escenario latinoamericano comienzan a sucederse fuerzas y candidatos de ultraderecha y algunos de ellos hasta llegan a ser gobierno, es hora de que el progresismo haga su mea culpa y reconozca qué lejos ha estado de hacer de las mayorías pobres y desposeídas sujetos de sus políticas (y no meros objeto de ellas), encarrilando las ideas de democracias participativas, dignidad e inclusión social, soberanía e integración regional.
Por: Aram Aharonian*
Una cosa es el acceso a un gobierno y otra la toma del poder. Para la primera basta con ganar unas elecciones. Para la otra, se necesitan ideas, programas, definiciones claras, enamorar al pueblo. Hoy se confunden progresismo y socialdemocracia, democracia con actos electorales.
Nuestra izquierda ha renunciado a la incorreción política y a la política radical. Luce de buen porte, pero en realidad se porta bien. Ya parece ser la hora de asumir que ninguna posición moderada es capaz de vencer una crisis: solo la política radical puede hacerlo. Incluso para ser un demócrata radical hace falta ser radical, y no solo en los discursos.
Pero nuestras (autocalificadas) izquierdas viven desde hace décadas en la derrota anticipada; van como disculpándose, buscando el centro, o la cuneta, evitando la identificación con Lenin, con el socialismo, con Cuba, con Venezuela, o cualquiera de las otras leyendas negras para niños del siglo XXI, señala La Tizza.
Gracias a titubeos, indefiniciones, torpezas de gobiernos supuestamente progresistas, estamos viviendo una ofensiva de la derecha más reaccionaria y dependiente, mientras el progresismo se muestra incapaz de rediseñar su discurso y sus formas de acción. La derecha no va por la imposición de medidas regresivas, sino que se propone concretar un cambio cultural que rompa los valores de las izquierdistas y los lazos solidarios tejidos durante el comienzo del milemio. Volver al pasado es su futuro.
El fin de ciclo del progresismos no refiere solo a la caída de los gobierno sino a una forma de comprender y ejercer el poder. Ya no ocupa el centro de escena mientras se consolidan nuevos gobiernos que no parecen constituir apenas una interrupción temporaria para un progresismo que, en el corto plazo, tendría condiciones de retornar.
Sin fuerza para proponer una agenda de cambio, o para frenar un ciclo conservador iniciado ya en tiempos de sus gobiernos, el progresismo aún abre discusiones como fuerza con capacidad de bloqueo. Exige un alineamiento cerrado, desde el gobierno o como candidaturas que buscan retornar, que obstaculiza la construcción política incluso dentro de sus propias filas.
Ante el avance de la ultraderecha en varios países de la región, el exvicepresidente de Bolivia e investigador social Álvaro García Linera señaló, que “Las promesas de justicia e igualdad no se están cumpliendo y si desde el progresismo no somos capaces de dar respuestas concretas a la angustia de la gente no la culpemos a la gente de abajo por darnos la espalda”
El progresismo latinoamericano se ha ido deslizado al centro y ha perdido la radicalidad que lo caracterizaba. Es superado por otras opciones que provienen del sistema y, desde la misma lógica de comunicación-polarización, se imponen como alternativa. ¿Tiene alguna manera de recomponerse o se trata de un suicidio ideológico? Lo cierto es que -en general- las promesas de justicia e igualdad no fueron ni se están cumpliendo por parte de los gobiernos progresistas.
“Si desde el progresismo nosotros no somos capaces de entender eso no culpemos a la gente de abajo por darnos la espalda”, señaló el exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera, tras el triunfo en primarias del candidato ultraderechista Javier Milei en Argentina. “Recuperar la esperanza no es decirle a las personas ‘cuidado que vas a perder derechos’, añadió.
La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunas de las verdades reveladas que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa desde el siglo 19. La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modalidad y al capitalismo, lo que obliga a cambiar los paradigmas que hacen a la vigencia del Estado.
Hace seis años (1) hablaba de los “bates quebrados” como se le dice en el Caribe -usando la jerga del béisbol- a los dirigentes que ya no tienen nada que aportar y han quedado en los archivos de la historia. Pero alguno, como Lula da Silva (quizá ante la falta de otros bateadores) logró volver al poder, para darle fuerza a una “segunda ola progresista”, esta vez con alianzas con fuerzas muy poco progresistas. Otros sueñan con volver y se esfuerzan que nadie pueda bloquear sus apetencias presidenciales.
La palabra “progresismo” había adquirido un inesperado prestigio. Curioso, porque una parte importante de quienes hablan en su nombre son personas que suelen defender posiciones genéricamente identificadas como de derecha. Desde la intelectualidad europea se ha logrado imponer el imaginario colectivo de que el progresismo es un modo de nombrar a la izquierda. Craso error… o confusionismo.
El académico argentino Atilio Borón señala que en nuestro análisis hay una sobreestimación de las fuerzas del campo popular, que corren en parejas con la subestimación del poderío de la derecha y el imperialismo, además de una renuencia a aceptar que las figuras principales de este proceso (Lula, Cristina, Correa y Evo) ya no pueden prevalecer electoralmente en soledad y necesitan forjar alianzas con algunos representantes del centro político. De lo contrario, dice Borón, no pueden ganar ninguna elección.¿De eso se trata, de ganar elecciones?
Reconoce que las raíces de este problema son varias: los imperativos de la competencia electoral y una ambigüedad de los principales actores políticos y las coaliciones reformistas, que pueden llegar al gobierno, donde se encuentran que se gobierna con un aparato estatal obsoleto y, sobre todo, débil con relación a los poderes fácticos que han colonizado buena parte de los aparatos estatales.
Uno de nuestros problemas es vernos con ojos del pasado, lo que nos hace pelear en campos de batalla equivocados y/o perimidos, mientras las corporaciones mediáticas hegemónicas desarrollan sus estrategias, tácticas y ofensivas en los nuevos campos de batalla de las transformaciones sociales y políticas, a partir de la digitalización de la economía y la consolidación de la virtualidad como nueva mediación económica, política y social.
La crisis del sistema institucional abre nuevos interrogantes de si -en verdad- un gobierno de carácter progresista es garantía de una avanzada popular, señalan los jóvenes Paula Giménez y Caciabue, del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico.
Desde los progresismos y las izquierdas políticas, feministas e incluso ecologistas, no se supo ver ni sopesar la gran transformación que se gestaba desde abajo, reforzada por los efectos amplificadores de la pandemia. En Argentina quizá se la vio asomar como efecto bolsonarista o trumpista en clave local, pero obviamente no se tuvo la capacidad de dar respuestas políticas adecuadas, pese a que se creía que se había ganado parte de la batalla cultural.
La pregunta que viene sola, recurrentemente, es porqué esa rabia, ese hartazgo no fue capitalizado por la izquierda o la centroizquierda política. La mayoría silenciosa se vio representada en la ultraderecha. La responsabilidad de la distopía cae, sobre todo, sobre el supuesto “progresismo” gobernante en varios de nuestros países.
El ciclo que se iniciara en el estallido de 2001 argentino -con el reclamo de “que se vayan todos”- no finaliza con la restauración del vínculo social sino con la defensa del individuo trabajador, ignorado y/o explotado por un Estado ineficiente y corrupto. El círculo que 22 años atrás comenzó como un estallido y se fue desplegando por izquierda, se cierra ahora por derecha (y/o ultraderecha).
El progresismo de los noventa no era necesariamente mejor que el actual, pero lo ayudaba la época. Nada de lo democrático, de lo históricamente sensato del progresismo se ha agotado. Lo que debiera agotarse es esa retórica que combina la denuncia de los males de la injusticia sin ofrecer soluciones, proyectos, programas, en un mundo que ha cambiado mucho en los últimos 20 años, incluyendo las formas de lucha política. Suele ser, al mismo tiempo, intransigente en sus demandas y moderado en sus prácticas.
“Si tenemos un concepto amplio de la democracia, como un gobierno elegido por el pueblo, ejercido por el pueblo y para el pueblo, es claro que la democracia está amenazada. Si reducimos la democracia a las elecciones, hay democracia formalmente hablando. Pero si nos complicamos la vida y decimos que la democracia es quién ejerce el poder: no lo están ejerciendo los partidos, sino estos poderes fácticos”, señala el expresidente colombiano Ernesto Samper.
Edgardo Mocca afirma que el progresismo tiende a repetir la vieja saga de una izquierda que combinó la fascinación teórica por la revolución con la impotencia política y, muchas veces, la colaboración con las fuerzas históricas del privilegio.
Ernesto Samper, numen del Grupo de Puebla, del progresismo regional, señala que unos 50 o 60 dirigentes -entre ellos doce expresidentes– están trabajando en un proyecto político solidario que busca reemplazar al fracasado modelo neoliberal. “Tenemos la mayor parte de las empresas quebradas. Se juega la reactivación económica, la recomposición del tejido social y también el replanteamiento de la democracia. A eso se le agrega el uso excesivo de la fuerza para contener la protesta social, la manera en que se están utilizando las facultades excepcionales, la judicialización de la política. De una manera sobresaliente, se está utilizando a la Justicia como un arma política”, añade
Es la necesidad de plantear un nuevo mapa y comportamiento de la izquierda latinoamericana… y la gente está esperando algo más del progresismo, al menos que presente un modelo alternativo. Samper reconoce que “nunca había sido la integración tan importante como ahora y nunca hemos estado tan desintegrados como ahora”.
*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).