Convocados por el gobierno de México, los cancilleres de los 10 países del continente con los mayores flujos migratorios hacia Estados Unidos elaborarán una serie de propuestas para atender y dar soluciones al fenómeno.
El presidente Andrés Manuel López Obrador se comprometió a entregarlas personalmente a su homólogo Joe Bien en el próximo encuentro que sostengan, de modo que Washington cuente con una base realista para abordar este tema que se ha vuelto omnipresente tanto en su panorama político interno como en sus relaciones bi y multilaterales con las naciones de América Latina y el Caribe.
Sin duda, resulta saludable que los mayores expulsores de población dialoguen y planteen salidas a la crisis humanitaria generada por la conjunción de dos factores: la enorme cantidad de gente que se ve forzada a dejar atrás sus lugares de origen en la región latinoamericana y caribeña, y la negativa de Estados Unidos a recibirlas, en muchos casos, en abierta violación al derecho humano a la petición de asilo.
Cabe esperar que las conversaciones de alto nivel fructifiquen en un cuerpo de iniciativas orientadas a impulsar el desarrollo, bajo la premisa de que la migración no es un problema en sí mismo, sino un síntoma de la pobreza, la marginación, la falta de oportunidades educativas, el desempleo, la desigualdad, la corrupción y la inseguridad.
Es de sentido común que no hay muro ni dique capaz de contener a las multitudes desesperadas por escapar del hambre, la violencia, o la persecución, por lo que el flujo humano sólo se detendrá cuando desaparezcan las circunstancias que lo movilizan.
A fin de evitar expectativas carentes de sustento, es necesario reconocer que la administración demócrata recibirá las propuestas de sus vecinos en una coyuntura política muy difícil, con un proceso electoral en plena marcha en el que debe hacer frente a rivales que han convertido la xenofobia en una de sus principales señas de identidad y en un reclamo electorero que sintoniza con los miedos atávicos de millones de ciudadanos.
En este contexto, será complicado, por decir lo menos, que el gobierno de Biden asimile y haga suyas las propuestas latinoamericanas, así sea de modo parcial, pues en las décadas recientes los comicios estadunidenses han degenerado en una carrera por demostrar odio a los migrantes y tergiversar un desafío humanitario hasta el punto de convertirlo en asunto de seguridad nacional
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Ante tan formidables complicaciones, los estados emisores de flujos migratorios deben dejar de lado sus diferencias ideológicas y partidistas, e insistir al unísono ante la Casa Blanca y el Capitolio con una verdad sencilla: si no quieren migración, deben prestar todo su apoyo financiero y logístico a los países expulsores.
Enfocarse en las causas no sólo es la forma más sensata, ética y eficiente de atajar los movimientos humanos masivos, sino que además constituye una deuda histórica para el país que impuso el modelo económico culpable de buena parte de los trastornos actuales, así como no pocos regímenes que lo aplicaron; el caso más atroz es el de Chile, país que durante la dictadura pinochetista fue convertido en banco de pruebas del modelo neoliberal que después se extendería por buena parte del mundo.
Esta campaña de concienciación debe incluir una firme denuncia de la hipocresía estadunidense, por la cual se estigmatiza y se hace pasar penalidades sin cuento a personas que representan una mano de obra indispensable para la economía de la superpotencia. Porque, como bien saben la clase empresarial y buena parte de la clase política del país vecino, en un contexto de acelerada multipolaridad y crecimiento de potencias emergentes, la productividad y la rentabili-dad de las empresas estadunidenses requieren más que nunca de la fuerza de trabajo migrante.
Fuente: La Jornada