En un mundo dominado por la imagen, muchas personas, instituciones y gobiernos se esmeran más por cultivar las apariencias que por ocuparse de la realidad. Este es el caso del presidente y el Gobierno de El Salvador.
Ambos viven enfrascados en un esfuerzo titánico por pulir las apariencias, desde la imagen presidencial hasta todo lo que se puede promocionar en las redes sociales y los medios de comunicación. Mientras se demuelen aceras en buen estado para construir otras más estéticas y se comprometen 500 millones de dólares para aparentar que el país se está modernizando tecnológicamente, las medicinas en los hospitales escasean, los pagos a proveedores del Estado se retrasan, se cierran instituciones que brindaban servicios a sectores vulnerables y se congela por cuatro años el pago de la deuda y de los intereses a los fondos de los cotizantes de las AFP.
Lo que importa es la imagen. Se presenta a el país como modelo de seguridad, el más seguro de América Latina, pero no se dice nada sobre las sistemáticas violaciones a los derechos fundamentales, sobre las miles de personas inocentes que han sido capturadas, sobre las cientos de muertes no esclarecidas en los centros penales, sobre la suspensión de los derechos a la defensa y al debido proceso. Lejos de reconocerse, eso más bien se silencia y esconde. Se dice que el pueblo es el que manda, pero no se habla del temor a ser encarcelado a causa de una simple llamada telefónica anónima. A fuerza de imagen, a fuerza de un gasto desmesurado en propaganda se quiere hacer creer que el país ha cambiado.
En lo que actual Gobierno menos disimula es en la violación de las leyes, empezando con la Constitución, como si en su entorno el desprecio a la legalidad fuera fuente de prestigio. La ley, la justicia y la religión se utilizan a conveniencia, sin ningún tipo de pudor, para promover el culto al líder y a su versión de la realidad. Pero llegará el día en que no será suficiente con repetir que el dinero alcanza si nadie roba cuando al mismo tiempo se multiplican los casos de corrupción y malversación de fondos públicos.
Ser honesto no es cuestión de dichos, sino de hechos. La rectitud pasa por utilizar los recursos para satisfacer las necesidades más apremiantes de la gente; es ser decente, razonable, justo. Virtudes que no son parte del repertorio vital de los actuales funcionarios. Ser honesto implica apegarse a la verdad, no a la conveniencia y el disimulo.