¿Por qué terminó la relación con mi pareja? ¿Debido a qué no obtuve aquel puesto de trabajo que tanto me apetecía y creía merecer? ¿Por qué no me publicaron el texto en el que más empeño puse? ¿Qué hizo que recayera en aquella pesada dolencia?
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Pareciera que un cúmulo seguido de adversidades aparentemente descontroladas se cebaban en mí y en gente próxima con similares avatares. Sin orden ni concierto, pero también sin llegar a entender las relaciones de causalidad, y menos aún sin aceptar los designios todopoderosos del destino, el caos se apoderaba del frente de batalla cotidiano que dicen que es la vida. La adversidad se hacía patente.
En una tarde plácida leo que hay 227 combinaciones de síntomas que pueden conducir a que alguien sea diagnosticado con depresión. Los medicamentos recetados funcionan mejor que los placebos sólo en el 15% de los pacientes. Esto lleva a algunos científicos a descartar la idea de que la depresión sea causada por un mal funcionamiento del cerebro como la escasez de serotonina (un neurotransmisor químico que es el objetivo de la mayoría de los antidepresivos). Creen que la causa de la depresión es la adversidad, que se trata mejor con una terapia psicológica que enseñe a las personas cómo afrontar sus circunstancias.
Entonces ¿la adversidad está en el centro de todo? En política la tan traída y llevada lógica “amigo-enemigo”, sobre la que se basan un gran número de interpretaciones del juego político, hace del adversario el epítome del funcionamiento de la vida misma. El mundo pareciera funcionar porque existen contrarios a los que hay que superar, cuando no eliminar. Por otra parte, la adversidad bajo esa perspectiva se contrapone a la idea de cooperación, de manera que ambas han terminado siendo dos parámetros antagónicos que han marcado la existencia humana y la forma de interpretarla. ¿Quién coopera no se deprime? No lo sé. Quizá.
Sin embargo, hay un matiz del término que se aparta de la idea pura y dura de adversario para abordar otros derroteros. Se dice que la adversidad, un substantivo vinculado con el infortunio, la fatalidad, la desdicha o la infelicidad, configura una especie de pared contra la que se choca una y otra vez sin poder superarla. Define una situación en la que todo lo que rodea al sujeto se vuelve opaco, no se vislumbra ninguna salida y se entra en una espiral donde los sonidos son ecos recurrentes y las imágenes esbozos desarticulados de figuras o de paisajes enigmáticos. De la “mala pata” se pasa al “mal de muchos” dejando entremedias el “sin pena ni gloria”.
Mi amiga me repite una y otra vez que lleva buena parte de su vida confrontando situaciones diversas en las que siente que debe subir por una pendiente malgastando sus pocas energías. Escenarios adversos en los que además pareciera que su soledad se incrementa pues no puede contar nunca con nadie y en donde la insatisfacción es permanente. Cualquier nuevo proyecto que inicia le supone un severo esfuerzo tanto físico como mental. Se diría, me dice, que hay una conspiración global para que nada le salga bien o, en el mejor de los casos, para que el sufrimiento para alcanzar la meta fuera extremadamente costoso.
Un día comenzó su jornada consciente de que estaba venciéndose el plazo para la debida entrega de un trabajo. Su propósito, calculado desde el inicio del compromiso, era terminarlo antes del final de la mañana. Así podría tener la tarde libre para acudir a su cotidiana sesión de yoga. Contaba con todo el material laboriosamente recogido, el esquema estaba cerrado después de cotejar diferentes posibilidades e incluso tras hablar largo y tendido con su imprescindible colega que no había sido muy eficaz inicialmente. Sin embargo, el producto final le producía dolor de cabeza porque entendía que rompía la consistencia de sus postulados de los últimos años.
No se trataba, a diferencia de otras ocasiones, de hacer de la necesidad virtud por cuanto que el encargo provenía de una prestigiosa institución, pero sentía que su tensión interna se erguía generándola desasosiego. La adversidad surgía con una doble cara proyectando incapacidad e inconsistencia. Dos males diferentes que, no obstante, mostraban una cara desagradable gestando un estado de parálisis peligroso. De pronto tomó conciencia de que no terminaría sumándose de inmediato a una melancolía que sabía predeciría a su habitual depresión.
El semblante de mi amiga había cambiado tras relatarme lo ocurrido. Una súbita expresión de felicidad le embargaba mientras repetía dos palabras: incapacidad e inconsistencia. Sí, me dijo, siempre había confrontado mi posible incapacidad con el tesón y el estudio. Compararme con el resto, mediocre en promedio, me daba fuerzas porque me sentía como una elegida, añadió. Pero, prosiguió, lo que me generaba frustración era la constatación de la futilidad de mi trabajo, la fragilidad de mis presupuestos, la ligereza en las relaciones de causalidad planteadas; en fin, la blandura de todo lo realizado, como ocurrió con las labores anteriores, como mi vida misma.
No quiero preguntarle nada. La conozco desde hace años. Proyecto sus ojos en los míos. Retengo una mirada que no sé si es la suya o la mía que construye una visión que es la que quiero ver. Sé de qué adversidad me está hablando. Ha sido muy clara. Lo de menos es la aplicación al momento concreto presente que puede angustiarla en mayor o menor medida y que la semana próxima habrá olvidado. Esgrimo un gesto de conmiseración, mis cuitas son muy semejantes y el despecho hacia ese muro de hostigamiento construido con tan diferentes mimbres es mutuo. El adversario está dentro de uno. Es la tesis de moda que sirve para paliar la culpabilidad del otro, la hostilidad del ambiente, la incomprensión de la vida. Explicar la disforia del mundo.