Ya se va a componer

“Hoy sí que se va a componer el Coronel”, decían esperanzados y con alegría los que apenas eran sus conocidos, no digamos si eran amigos, y más todavía si eran compadritos y ya ni hablar en el caso de los familiares, aunque fueran lejanos.


Por: Miguel Blandino


Es que con la llegada del Coronel hasta la mesa del señor embajador para recibir la encomienda y las amonestaciones de la oligarquía, a todos les iba a ir bien, porque con su compostura, todos se iban a componer.

Desde los que participaban de las tajadas de león que pondría en sus manos el Coronel, bajo la forma de contratos de las grandes obras de infraestructura –con las que pensaba trascender a la posteridad en una placa de bronce-, pasando por los proveedores de bienes y servicios para el Estado y sus jugosas comisiones, hasta los que cacharían un ministerio o viceministerio o ya, si no hay más, una embajada, aunque sea en Honduras. Y con todos ellos se beneficiaban los que agarrarían puestos de esos que les dicen “de confianza” y, por último, los que esperaban conseguir plaza como empleados públicos. Varios anillos concéntricos de lealtades rodeaban al Coronel, listos para hacerle la barba y para defenderlo de los maledicentes que lo acusaban de ladrón.

Claro que cada uno hacía “la cachada”[i] dentro de sus posibilidades: el que ordeñaba los tanques de combustible de los vehículos de la institución, el que compraba repuestos de llantas para unos camiones inexistentes o embancados y en desuso, o el que compraba aeronaves de chatarra para la fuerza aérea o turbinas para las centrales hidroeléctricas o arreglaba las licitaciones para compra de medicamentos o contratar la compañía constructora de un puerto o de un aeropuerto.

De cada contrato era obligación darle su “pat’e’cheje”[ii] al funcionario correspondiente, y de ahí se remitían los respectivos porcentajes de gratitud al bolsillo del Coronel.

El Coronel tenía claro que su misión fundamental era cuidar los intereses de la oligarquía, que era la dueña de los cafetales, cañaverales, algodonales, arroceras y de la banca y la industria y los seguros, las exportaciones y las importaciones y, para acabar pronto, de todas las empresas con los mayores capitales acumulados desde finales del siglo XIX. Mientras la oligarquía estuviera contenta con el Coronel -el gran custodio- todo pecadillo le sería perdonado por los amos criollos y por la embajada.

Por supuesto que eso es cosa del pasado. Eran manejos ilegales, totalmente fuera de la ley y, por supuesto, reñidos con la Constitución. Esas eran las cosas que ocurrían en un tiempo anterior a la guerra civil.

Con la guerra civil, la oligarquía puso a buen recaudo su tesoro –y con jugosas ganancias-: tomaron préstamos poniendo como garantía sus latifundios, bancos, casas de seguros, etc. y luego el Estado se las “expropió” pagando su valor real y asumiendo todas las deudas.

Todos los oligarcas se fueron del país con sus maletas repletas de dinero y solo unos cuantos regresaron. Y como el espacio del poder nunca puede estar vacío, nuevos oligarcas ocuparon el lugar de los antiguos.

Después de la firma de los Acuerdos de Chapultepec, al irrumpir la sociedad civil y sus leyes de transparencia y de fiscalización de los manejos de la cosa pública, no se puso fin completamente a la corrupción, pero ya no era tan fácil para los bandidos.

Diputados, alcaldes, empresarios, hasta presidentes de la República tuvieron que bajar de su pedestal para sentarse en el banquillo de los tribunales. De la soberbia a la pena de ser juzgados como pillos: todo un universo de diferencia.

Pero no solo era que el pueblo organizado estaba vigilante. Es que el diseño de las planificaciones operativas y financieras en las alcaldías tenían que tomar en cuenta a los representantes de las comunidades y el presupuesto también tenía que distribuirse según la decisión del cabildo abierto y asignarse de acuerdo con las prioridades que se identificaban por las comunidades y que eran las que se escogían para ser atendidas en primer lugar dentro del plan operativo anual del municipio.

Y en el legislativo, las representaciones parlamentarias de cada partido invitaban a las organizaciones sociales, comunitarias, juveniles, de mujeres, ambientales, etc., para que expusieran sus propuestas y explicaran y justificaran los motivos por los que creían conveniente que los diputados legislaran al respecto.

Y nada que a escondidas. Las reuniones de las comisiones parlamentarias eran abiertas al  público en general, que les podía dar seguimiento desde una sala contigua al salón de sesiones de cada comisión, detrás de un vidrio, o bien a través de las transmisiones  televisadas.

De esa manera, la gente interesada o los representantes de las organizaciones, tenían la posibilidad de conocer de primera mano las discusiones, a veces ásperas, de los debates de los legisladores.

La política no era un asunto exclusivo de políticos o de los reporteros de la fuente política de la prensa. Lo político era cada vez más un asunto de interés creciente de la gente. El derecho a la participación en los asuntos de su incumbencia era ejercido por grupos que querían trascender la condición de simple habitante o población al escalón honroso de ser ciudadanía activa, soberanía, majestad.

Se estaba comenzando a poner fin a los tiempos en los que los más inescrupulosos y cínicos ingresaban a los partidos políticos para hacer de las suyas y lucrar como peones del crimen organizado.

La ciudadanía activa había logrado convertir en ley e institucionalidad los instrumentos de vigilancia sobre el funcionariado. El control del gasto público y la denuncia del abuso de poder, la obligación de transparentar el ejercicio del presupuesto y la rendición de cuentas, le ponía límites a la corrupción y le rompía las patas a la impunidad.

No es que con la Ley de Adquisiciones y Compras de la Administración Pública y su reglamento de procedimientos desaparecieran las defraudaciones. O que con la obligación de tener un oficial y una oficina de transparencia en cada institución desaparecieran las movidas oscuras. No ocurrió nada mágico y ciertamente había rémoras de reticencia.

Pero se abrieron ventanas que permitían que la luz iluminara hasta los recovecos más escondidos de la administración pública. Ya casi nada podía estar en las sombras.

Esa participación democrática embrionaria, sin embargo, ha sido sepultada por el gobierno del clan bukele.

Cómo fue posible que en el seno palpitante de una sociedad en la que estaban creciendo las raíces democráticas, el viejo Coronel haya renacido y ascendido de modo tan vertiginoso –aparentemente de súbito-, es cosa que tendrán que estudiar con gran detenimiento los sociólogos, politólogos, psicólogos sociales y los historiadores.

Desde que bukele llegó al poder cerró las ventanas llevó de nuevo las sombras que, al final de su único mandato legal y constitucional, ya recubren de oscuridad todo el desempeño gubernamental. Nada se sabe ni de los planes, ni de la ejecución. Solo se conocen los resultados.

“Por sus frutos los conoceréis”, reza la parábola bíblica. En efecto, un árbol bueno solo puede dar frutos buenos, mientras que un árbol malo producirá frutos malos.

Al mirar que en el gobierno de los bukele los multimillonarios se han duplicado y ya son casi doscientos, y que también se han multiplicado las cifras de los pobres, notamos que los frutos están divididos. Mientras unos pocos familiares, amigos y compadritos del Coronel ya se compusieron, millones de pobres cada vez van de mal en peor.

[i] En El Salvador, la cachada es esa movida chueca mediante la cual un empleado al servicio de una institución estatal se aprovecha de los recursos que están al alcance de su mano para su beneficio personal.

[ii] Pata de cheje es la expresión con la cual se hace referencia a esa porción del precio neto de la factura de un contrato que se deposita -generalmente en efectivo- en las manos del funcionario, del cual un porcentaje se hace llegar cumplidamente al Coronel.

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