Por: MIGUEL BLANDINO.
Nada es capaz de doblar la espalda de un impertérrito que prefiere la muerte antes que traicionarse a sí mismo, a su consciencia y a sus valores y principios.
Son valientes y valiosos más allá de todo límite del dolor y la miseria humanos.
Por eso nos miran desde su altura extraordinaria a los otros mortales y nos instan día tras día a levantarnos y levantar la dignidad revolcada por cobardía e indolencia.
Los impertérritos nos dicen desde la estatura de su martirio “toma tu cruz y ¡sígueme!”
Allá en la Abadía de Westminster, donde se escribe la historia desde hace mil años, hay diez estatuas sobre el dintel de la puerta occidental. Son las estatuas de una pequeñísima parte de lo más representativo del valor del espíritu humano.
Dietrich Bonhoeffer, uno de los que ahí representan la dignidad humana, decía en su tiempo aciago del nacional socialismo hitleriano “la iglesia permanecía muda, cuando tenía que haber gritado. La iglesia reconoce haber sido testigo del abuso de la violencia brutal, del sufrimiento físico y psíquico de un sinfín de inocentes, de la opresión, el odio y el homicidio, sin haber alzado su voz por ellos, sin haber encontrado los medios de acudir en su ayuda. Es culpable de las vidas de los hermanos más débiles e indefensos de Jesucristo.”
El nueve de abril de 1945, Bonhoeffer fue ahorcado en el campo de concentración de Flossenburg.
Antes de subir al cadalso fue obligado a desnudarse para infligirle mayor humillación, según la estulticia infinita de sus verdugos que no podían soportar la luz que irradiaba desde la frente de su víctima.
Antes de morir el pastor luterano dijo “este el fin; para mí, el principio de la vida”
Sabía, cómo es que de la muerte de un valiente surge la vida digna, el ejemplo divino porque es humano.
Junto a su estatua se yerguen las de Maximilian Kolbe, Martin Luther King, Oscar Arnulfo Romero y Galdamez, a la par de otros que vencieron a la muerte y nos señalan el camino de la verdadera resurrección de hombres y mujeres que conservan la vida pero siguen muertos por su cobardía.
Óscar Arnulfo Romero y Galdamez no murió en el cadalso como Bonhoeffer y Kolbe, sino abatido como Martín Luther King, por un cobarde sicario pagado por otros más cobardes que no soportaban oír la verdad de sus palabras proféticas.
Los demonios andan sueltos en El Salvador, como dijo hace treinta años en México Ruiz Massieu después del asesinato de su hermano, José Francisco.
Andan sueltos en El Salvador y no soportan mirar la imagen de San Romero.
Por eso bukele, el oscurantista cobarde y fetichista, ha ordenado destruir el mural de Óscar Arnulfo Romero y Galdamez del aeropuerto Internacional de El Salvador “Óscar Arnulfo Romero y Galdamez”, en las vísperas de su coronación en Palacio Nacional como el remedo de monarca que cree que es.
No importa que el miedoso oculte la imagen del valiente y valioso hombre que regó su sangre clamando por la vida de los pobres.
Como dijo Monseñor Casaldaliga en aquel sabio poema dedicado al Mártir más universal del pueblo sacrificado de El Salvador: “Nadie hará callar tu última homilía”.
Ya pueden refocilarse en las miasmas putrefactas de su grosería infame los bukele y la piara que los acompaña hambrientos de riquezas mal habidas.
El mundo venera a los valientes que le dan la llama de la verdad cual Prometeo redivivo, una y otra y otra vez, al tiempo que desprecia a los cobardes que se esconden al abrigo de sus criminales armados con fusiles.
Ya pueden derribar -temblorosos de miedo ante la historia de heroísmo- las estatuas de todos nuestros héroes y mártires y pueden borrar hasta el último graffiti que dice “revolución o muerte”, porque en la historia universal está escrito con inmortales letras de oro el nombre de Romero y de miles de hombres y mujeres que dieron y están dispuestos a dar la vida por la redención de los miserables de la tierra, aunque, como antes, escupan sobre la memoria viva, porque no saben lo que hacen.
Romero sigue y seguirá invicto sobre sus asesinos y su estirpe sangrienta, los bukele.
Impertérritos Óscar, Farabundo, Anastasio, Feliciano nos insuflan la valentía madre de la decisión de vencer a los demonios que andan sueltos.
IMPERTÉRRITOS… “Nadie hará callar tu última homilía”.
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