El gran tamal

A mi entender, en El Salvador existen al menos tres acepciones para el término tamal.


Por: Toño Nerio


La primera -la original- proviene del náhuatl tamalli y significa “envuelto cuidadosamente” o bien, solo “envuelto”. En la cabeza de cualquier mesoamericano el concepto representa y expresa una porción de masa de maíz adobada, de tamaño variado, rellena -o no- con otros ingredientes, que pueden ser carnes de distintos animales: de gallina o de cerdo, por ejemplo; se pueden agregar garbanzos o arroz, o lo que gusten añadirle; puede incluir chile, o no; le pueden poner pasas o ciruelas, etc., toda esa mixtura es envuelta cuidadosamente en hojas de plátano (huerta le dicen en El Salvador) o en la envoltura natural de la mazorca, llamada tusa o totomoxtle.

Pero también, en otra acepción, el salvadoreño le dice “tamal” a una persona cuya principal forma de agenciarse ingresos, o sea, cuya actividad “productiva” fundamental es robar de manera consuetudinaria; por lo que un ladrón profesional es conocido socialmente como un tamal.

Aquel que roba eventualmente, por alguna situación desesperada es tan solo un ratero, pero eso no lo convierte automáticamente en un tamal, porque no es un profesional experto en la práctica del robo. Los actuales gobernantes de El Salvador son tamales, porque ellos sí que se dedican en cuerpo y alma, y de tiempo completo, a robar, y a robar en grande. No minucias, ni solo a veces.

Y tamal también puede significar un lío, un problema, real o ficticio, en el que de repente, o a lo largo de un proceso más o menos largo, puede verse envuelto alguien o algunos. Verbigracia, es bien común oír decir que: “a fulanito le armaron un tamal marca diablo sin que se lo oliera para nada”, “el tamal en que se metió por andar de picaflor es el que lo llevó hasta el altar”, “a toda esa gente se la envolvieron como un tamal” y así por el estilo.

En la actual administración gubernamental salvadoreña se han podido apreciar grandes incrementos cuantitativos y cualitativos de los tamales en cada una de las tres acepciones, que yo he podido identificar. Veamos:

La primera categoría, es decir, la elaboración del alimento llamado tamal, al igual que todas las otras variedades culinarias que se elaboran a nivel doméstico para la venta a nivel del vecindario, se han incrementado de forma estratosférica debido al imparable desempleo de los trabajadores y trabajadoras en todo el país que ordenó bukele desde que tomó posesión de la presidencia.

En cada casa –no solo de las barriadas pobres, también en las fufurufas- se elaboran creativamente o de acuerdo con las capacidades del personal, tamales; pero también pupusas, riguas, chachamas, panes con frijoles, panes con chumpe, sopa de patas, sopa de frijoles con tunco , chanfaina, sándwiches de queso o de jamón, empanadas de frijol o de leche, tostadas, pizzas, hamburguesas, fresco de horchata, de ensalada, de cebada, de melón, de marañón, paletas de frutas, chocobabanos, pepino con chile, limón y sal, mango pelado con chile, de todo.

Pero la distribución tiene que hacerse cuidando todas las normas de seguridad de la clandestinidad guerrillera, para poder sortear los controles gubernamentales. Las casas que son detectadas produciendo algo de comer para vender ingresan a la categoría de locales comerciales o industriales, con las fatales consecuencias fiscales y el aumento de las tasas municipales, amén del cambio de categoría en el cobro de los servicios de agua y electricidad que les multiplica varias veces las tarifas respectivas.

En ese sentido, las familias se ven obligadas a visitar casa por casa en toda la colonia para avisar que tal día van a estar produciendo tal o cual cosa y tomando los pedidos.

Cualquiera sabe que poner un rótulo en el frente de la casa equivale al suicidio empresarial. Antes eran las pandillas terroristas las que extorsionaban casa por casa, y en especial a los pequeños comercios informales, hoy es el gobierno terrorista el que realiza esa tarea a través de su fuerza armada y su policía nacional o municipal.

En un país donde históricamente contar con un empleo formal ha sido siempre poco menos que un milagro –solo uno de cada cuatro (25%) lo tienen-, el resto han vivido y viven de la rebusca individual. Por eso hacen tamales o lo que sea y los venden.

En un país donde históricamente menos de uno por ciento de los estudiantes que ingresa a la primaria finaliza una carrera de nivel medio y superior. Y el promedio de educación de la población total es de seis años. Por eso cualquiera con vendedor de espejitos y merolico charlatán se los envuelve como tamal.

En un país donde desde que comenzó este siglo -y por culpa del modelo neoliberal- uno de cada dos salvadoreños huyó, y el que se salvó de morir en la travesía vive en los Estados Unidos, trabajando de lo que caiga este día, sin papeles, a salto de mata para evitar a la “migra”, viendo pasar su vida sin visitar a sus enfermos ni enterrar a sus muertos. Se salvan de ser tamales, y se escapan de que los tamales del país les roben y que la policía les invente un tamal para llevarlo a la cárcel. Pero se mueren de tristeza pues los tamales se roban hasta la esperanza de ser enterrados bajo su tierra amada.

En un país donde casi la totalidad de los habitantes se reconocen a sí mismos como creyentes en un dios que tiene un plan para cada individuo y para todo el mundo. En donde la mitad son católicos y los de la otra mitad están aún más a la derecha del padre o del pastor. Los curas y pastores son cómplices de los tamales.

En un país donde hace quince años existían tres caminos para la gente en general: ingresar a una pandilla, volverse más fanático dentro de su iglesia o largarse al extranjero. El 75% de la gente vive sin saber qué cosa es la Constitución y olvidado de las instituciones de la República no le importa el Estado, hace tamales para sobrevivir.

En un país donde a la juventud se le ofrecían tres destinos: la cárcel, el hospital o la tumba a cambio de un tiempo promedio de tres años de goce de todo el poder como miembro de una pandilla y de los ingresos y placeres que esa membresía les garantizaba en el cortísimo plazo. Obviamente, muchos terminaban tomando la opción que los grandes tamales de la oligarquía les dejaban y se convertían en tamalitos.

En un país donde los seis gobiernos consecutivos de la posguerra civil –de derecha y de izquierda- prometieron el oro y el moro, pero la justicia económica y social nunca terminaba de llegar, y la esperanza hacía tiempo que languidecía, apareció uno que viniendo del fango y de las heces, pero presentándose como impoluto, gracias a la inversión en millonarios medios de propaganda -diciendo que no es de aquí pero que tampoco es de allá, sino todo lo contrario-, pero que todos sabíamos que había estado ensuciándose en el gobierno por varios años, pretendía haber venido de un mundo raro, distinto, donde no existe el pasado, al final, como un nuevo flautista de Hamelin, arrastró a todos hacia el despeñadero, a los que lo siguieron a ciegas y a los que gritaban advertencias como Pedro el del lobo.

En ese país, el fatídico flautista, de nuevo –como ya habían hecho los anteriores flautistas-, se los envolvió a todos. Bueno, realmente solo se envolvió a todos los que aún creen en pajaritos preñados y están seguros que los papás encargan los bebés a una fábrica francesa mientras esperan la llegada del Mesías, la nueva venida del salvador. Envueltitos como tamales.

Hasta hoy, El Salvador ha sido como una pelota de baloncesto que va de una mano a la otra de los que participan del juego. El resto, o son el público escaso que asiste al estadio o son parte de la gran mayoría que pasa su vida sin poder comprarse un boleto de entrada al club tan exclusivo, o bien porque no entiende el juego, o porque no le interesa o porque no sabe que en ello le va la vida.

El día que todos entiendan que en la participación política de cada individuo se juega la calidad de su vida. El día que cada quien sepa a cual equipo pertenece. El día que se olviden de las camisetas de colores vistosos de los equipos enemigos y se pongan la propia, sin vergüenza de sus telas humildes, y defiendan con hidalguía sus intereses de clase, se va a despertar un gigante… Y los tamales volverán a ser los sabrosos tamalli milenarios, la delicia de los días de las fiestas en la mesa de la casa nahuatlaca.

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