La OTAN nos empuja al régimen de guerra

El último discurso de Mark Rutte revela la voluntad firme de las élites estadounidenses y europeas de favorecer la industria de la muerte frente al Estado del bienestar

Desde la Primera Guerra Mundial, la economía de Estados Unidos ha estado fuertemente apoyada en la industria del asesinato de seres humanos y la destrucción de países enteros mediante la fabricación e intensificación de conflictos bélicos. No solamente la violenta política exterior imperialista del hegemón norteamericano le ha permitido durante un siglo entero apropiarse de los recursos naturales de los países atacados —muy singularmente el petróleo—, colocar gobiernos títere después de las invasiones para arrodillar la economía de los invadidos a los intereses de Estados Unidos u obtener contratos milmillonarios para la reconstrucción de lo que ellos mismos habían destruido. Además y muy especialmente, el esfuerzo bélico permanente ha justificado dirigir una cantidad ingente de gasto público hacia el llamado ‘complejo militar-industrial’ mediante la asunción de una deuda desproporcionada —gracias al papel del dólar como moneda mundial— y la descapitalización salvaje de cualquier atisbo de estado del bienestar en un país en el que casi 50 millones de personas no tienen derecho a ningún tipo de asistencia sanitaria. De esta forma y soslayando el enorme sufrimiento, la pobreza y la enfermedad que existe en amplísimas capas de la población, los Estados Unidos han conseguido, sin embargo, mantener una cierta pujanza —en los parámetros macroeconómicos y en los resultados de las grandes corporaciones del sector— mediante la fabricación constante de sistemas y dispositivos para hacer la guerra.

Con más de 900.000 millones de dólares al año, el gasto militar estadounidense supone más de 1/3 de todo el gasto militar mundial. Los siguientes países en el ranking son China —con aproximadamente 300.000 millones— y Rusia —con algo más de 100.000 millones—. Por supuesto, estas son las cifras oficiales. El gasto real en la industria de la guerra es, sin duda, mucho mayor, ya que todos los países ocultan una buena parte del gasto militar en partidas que supuestamente no están relacionadas con la defensa. En el caso de España, por ejemplo, mientras que el presupuesto oficial en el epígrafe de Defensa en 2023 fue de 12.827 millones de euros —un 0,97% del PIB—, ya la propia Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) cuantificaba en noviembre de 2023 un gasto real de 15.250 millones —un 1,04% del PIB—. Esta cifra, sin embargo, tampoco es cierta. De hecho, tanto la OTAN como el Banco Mundial añaden unos cuantos miles de millones más a la partida. Entidades independientes, como el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) o el Centre Delàs d’Estudis per la Pau, incluyen en sus cálculos numerosas partidas ocultas en otros ministerios y estiman que sería más preciso hablar de un gasto real de 27.617 millones —un 1,89% del PIB—. Si tenemos en cuenta otros elementos, como por ejemplo el servicio de la deuda que hemos contraído debido al gasto militar, existen detallados estudios, como el del Grup Antimilitarista Tortuga, que señalan que, probablemente, sería más preciso hablar de una cifra en torno a los 48.800 millones; un 3,34% del PIB.

Sin embargo, esta ingente cantidad de dinero público que debería estar destinándose a la sanidad y a la educación en vez de a la industria de la muerte es todavía demasiado pequeña para la mayoría de los actores sistémicos en España y en la Unión Europea. Algunos lo dicen con toda claridad y otros lo sostienen con frases más ambiguas y silencios calculados, pero todos coinciden en las líneas maestras de un razonamiento básico. Si metemos en la misma olla la decadencia imperial de los Estados Unidos sumada a una mayor tendencia al aislacionismo que vendría a defender Donald Trump, la emergencia de una mayor multilateralidad de potencias geoestratégicas —China, Rusia, India— que estarían levantando la mano ante la retirada del hegemón, el declive industrial de Europa —agravado por la crisis de la industria en Alemania, producida en buena medida por el atentado terrorista ‘aliado’ contra el gasoducto Nord Stream— y la supuesta multiplicación de amenazas, entonces —concluyen unánimemente los operadores sistémicos—, la receta está clara: los países de la Unión Europea tienen que aumentar su gasto militar y sus capacidades bélicas.

Esto fue lo que se intentó —y se consiguió— durante la primera parte de la guerra de Ucrania mediante la brutal imposición del consenso otanista a través del bombardeo despiadado de la inmensa mayoría de los medios de comunicación que calificaban de ‘putinista’ a cualquiera que se atreviera a hablar de negociaciones de paz. Que, en España, los actores de Unidas Podemos que luego conformarían Sumar —Yolanda Díaz, los Comunes e Izquierda Unida— apoyasen durante aquellos meses de forma pública y explícita el mandato de la OTAN de enviar más y más armas a Ucrania refleja la violencia política y mediática que intoxicaba el ambiente en una época en la que los programas de televisión hacían especiales para hacer zoom en los diferentes diputados del Congreso a ver quién se atrevía a no aplaudir a Zelenski. Esta enorme victoria ideológica, que consiguió meter en el mismo bloque a todas las formaciones políticas desde VOX hasta la ‘izquierda del PSOE’ —menos Podemos—, permitió al PSOE de Sánchez aumentar durante los años 2022 y 2023 de una manera muy importante la cantidad de dinero público destinado a la fabricación y la compra de armas. Sin embargo, con el paso del tiempo, con la evidencia de que Rusia avanza cada día y que la supuesta victoria de Ucrania que nos vendieron era un cuento para niños, con la aparición, además, de problemas económicos domésticos derivados de la guerra en suelo europeo, el consenso que se había manufacturado ha desaparecido y ya la mayor parte de los españoles defienden una negociación de paz según los últimos estudios.

Es en este contexto en el que tiene que ser leído el reciente discurso brutalmente belicista del nuevo Secretario General de la OTAN, el holandés Mark Rutte. El ultraliberal que apareció en los telediarios españoles en abril de 2020 negándose a que la Unión Europea destinara dinero a la pandemia de la COVID-19 y riéndose de españoles e italianos ahora dirige formalmente los destinos de la Alianza Atlántica —realmente, siempre la dirige Estados Unidos y las grandes corporaciones armamentísticas— y sus verdaderos amos parecen haberle pedido que eche una buena cantidad de madera discursiva a la locomotora, a ver si así se recupera un poco de aquel furor bélico de 2022 y los estados miembro aceptan pisar el cuello a sus respectivas poblaciones para meter miles de millones de euros adicionales en la industria de la muerte. Solo así se explica que haya proferido consignas tan burdas —tan de película chusca de Hollywood—, pidiendo «sacrificios», agitando apocalípticas amenazas, demandando desregulación financiera —para que los fondos de pensiones puedan ser libremente invertidos en armamento—, estableciendo que el epígrafe de defensa es el más importante en los presupuestos nacionales y duplicando —¡duplicando!— el clásico requerimiento totémico de la OTAN de gastar el 2% del PIB al 4%.

Sin embargo y a pesar de lo patético del personaje, no debemos pensar desde la izquierda que estamos ante un enemigo menor. De hecho, el mecanismo meta-político del régimen de guerra está perfectamente alineado con los vientos neofascistas que soplan por todo el mundo y permite, al mismo tiempo, llevar a cabo un gran número de operativas funcionales al establishment. Si aceptamos una «mentalidad de guerra» como pidió Rutte, entonces tenemos que estar dispuestos a aceptar también una buena dosis de autoritarismo, la definición de «enemigos» que establezca la OTAN —y que pueden ser países, pero también los flujos migratorios— o la retirada masiva de inversión pública en el estado del bienestar para dirigirla a la fabricación de tanques y bombas. Según esta lógica y según también los bloques que Estados Unidos define para implementarla, incluso se nos puede pedir —y se nos pide— que aceptemos un genocidio en Oriente Medio; al fin y al cabo, el país que está asesinando niños en clave de limpieza étnica es «uno de los nuestros». Ese es su proyecto para el futuro, es despiadado y es cada vez más explícito, y a las gentes de izquierdas —realmente, a todos los demócratas— nos toca pelear con uñas y dientes para hacer realidad un futuro que sea todo lo contrario.

Fuente: www.diario.red

 

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