Limpiar el terreno.

Por: Manuel Alcántara Sáez. 

 

Leo que guang gun es un término chino que significa “ramas desnudas” y que se utiliza para describir a los hombres solteros que no pueden continuar con su linaje familiar. ¿No son ellos preclaros facilitadores de un entorno libre de las hojas secas que en determinada época del año enlosan el suelo o de los excrementos de los pájaros que evaden posarse en aquellas ramas desarropadas? Su determinación a no tener descendencia bajo el amparo de su condición célibe impulsa cierto vacío que es preludio de un paisaje prístino, pero yermo, donde casi nada florece y el rocío no tiene donde posarse. Sin embargo, esa soledad querida no es sinónimo de ablución y el futuro inmediato permanece bajo el signo de la interrogación acerca de su propio diseño. Nada está escrito, ¿o sí?

Hay que soltar lo malo para viajar liviano, dice la canción. La forzosa sanación para liberarse de todo lo que pesa y que tanto daño hace, para eliminar la secuela de los recuerdos oprobiosos de un ayer enrevesado, para reducir la dependencia funesta de aquel hábito arraigado en la juventud o de la sujeción a esa persona insoportable, para depurar el ambiente contaminado en el que se mora. Una limpieza necesaria a fin de que las alas impulsen el vuelo e incluso las ilusiones estén libres de todo tipo de mugre. Asumir que el rito debe llevarse a cabo periódicamente, tomar su tiempo, prescribir con detalle los pasos a seguir, las acciones que nunca deben acometerse. Pareciera entonces que no es suficiente ir ligero de equipaje a la hora de iniciar el camino.

Desbrozar la finca para iniciar la construcción. Sobre el espacio baldío ya sin obstáculos hay que alzar la nueva morada que requiere cavar para poner los cimientos. Del desguace han salido objetos enterrados que una vez tuvieron un sentido. Latas, la pata de una mesa, botellas, cerámicas, una esterilla, una pequeña silla de plástico quebrada, una llanta de bicicleta, quizá juguetes rotos. Un nido de ratones ha sido sorprendido por la pala ruin de la excavadora. Viejos cascotes se apilan en un rincón pendientes del camión que los llevará a la escombrera. Los árboles que siempre estuvieron allí han sido respetados, las acacias, la morera, los lilos, la parra, pero no el cerezo que se decía obstaculizaba la entrada.

La maestra se dirige a la clase de adolescentes para recordarles que hoy es día de limpieza. Desde que el municipio entró en crisis las tareas de mantenimiento de la escuela las realiza la propia unidad educativa movilizando al respecto a todo el mundo. La precariedad ha dado paso a un ejercicio de toma de conciencia de que el bienestar de una colectividad es asunto común. Que la acción individual coordinada en favor de un determinado propósito es también una faena de aprendizaje además de su componente práctico. Pero en esta ocasión, tras haber concluido la tarea y depositado los cubos, las fregonas, las escobas, los trapos y los detergentes en el almacén, invoca que la limpieza debe proseguir en otro frente. El alumnado, acostumbrado a sus ejercicios pedagógicos participativos, la mira con curiosidad.

Sentada livianamente en la esquina de la mesa en una pose en la que se sentía cómoda y que adoptaba en momentos particulares que estimaba de especial significado se refirió a que en la Historia el substantivo limpieza venía acompañada de otro(s) para definir momentos relevantes de su devenir. Así ocurría cuando se incorporaban términos que definían el objetivo de la acción. La limpieza étnica, por ejemplo, señaló, aludía a una situación en la que, dada por hecho la superioridad de un determinado grupo social, se deberían llevar a cabo ejercicios de marginación, reclusión, expulsión o incluso exterminio que despejaran el panorama del país en cuestión para proveer un panorama impoluto.

Así las cosas, la maestra quería que pensaran en situaciones que conocieran en mayor o menor grado o que incluso se dieran en su entorno cotidiano. En definitiva, ¿dónde eran conscientes que una actuación de limpieza de modo más o menos explícito se estaba llevando a cabo? Deberían escribirlo como tarea para hacer en casa durante el fin de semana, pero como quedaban todavía unos minutos para finalizar la jornada podían aprovecharlos para iniciar el ejercicio a guisa de ensayo.

El estudiante, visiblemente emocionado, pidió la palabra y dijo que había salido recientemente con una chica. Se trataba de su primera cita galante y ella tras hablar de lugares comunes le preguntó si estaba limpio. Él quedó perplejo y con la voz algo quebrada la respondió que todos los días se bañaba a lo que ella le contestó con el ceño fruncido que su pregunta se refería a si estaba limpio de culpa. Si no arrastraba consigo nada pendiente que socavara su equilibrio. Si pudiera mirarla fijamente a los ojos manteniendo su mirada hasta entender que nada entre ambos se interpondría. Aquí, azorado, el bachiller calló, tomó asiento y no prosiguió su relato.

El silencio había invadido el aula y en ese momento de duda, y para algunos de zozobra, desde la última fila ella levantó la mano. Confundida, había escuchado perpleja la intervención de su compañero y la reacción no se hizo esperar. Sin dilación alguna dijo que no entendía la obsesión por la limpieza, o quizás la mala interpretación de esta palabra, a la que comparó con el riesgo, que siempre existe y que hay que asumir. Hablamos de limpieza, prosiguió, porque entendemos que hay basura o suciedad, pero aquella es reciclable y lo sucio, en cuanto a fealdad, no deja de ser una categoría estética subjetiva. El riesgo, por otra parte, concluyó, es superar la parálisis de esa mirada supuestamente inquisidora para adivinar el porvenir de atardeceres caminando juntos por el malecón con las manos entrelazadas embriagados por la brisa marina. Nadie dijo nada.

 

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