Un Potencial Desaprovechado por falta de rumbo
Cuando el reloj demográfico se detenga, solo quedarán deudas y promesas vacías. ¿Estamos a tiempo?
Por: Miguel A. Saavedra.
El bono demográfico, entendido como el periodo en el que la población en edad laboral supera a la dependiente (niños y ancianos), representa una ventana de oportunidad para impulsar el crecimiento económico mediante inversiones estratégicas. Sin embargo, El Salvador enfrenta un riesgo crítico de desaprovechar esta oportunidad debido a políticas cortoplacistas, desequilibrios estructurales y una gestión pública opaca. Para 2035, habrá más salvadoreños mayores de 60 años que jóvenes. Si hoy no se actúa, la crisis demográfica será irreversible.
¿Qué es el bono demográfico y por qué importa?
El bono demográfico no es un cheque en blanco ni un regalo del destino; es una ventana de oportunidad que surge cuando una población tiene una proporción significativa de personas en edad productiva frente a las dependientes (niños y adultos mayores). En teoría, esto debería traducirse en un motor de crecimiento económico si se invierte inteligentemente en educación, salud y empleo. En El Salvador, esta ventaja existe, pero se está dilapidando bajo un modelo de gobernanza que prioriza el cortoplacismo, el amiguismo y una visión miope del desarrollo. Mientras otros países han convertido su bono demográfico en un trampolín hacia la prosperidad, aquí la aguja del desarrollo está estancada, oxidándose en un charco de promesas vacías y decisiones improvisadas.
Un país con potencial, pero sin brújula
El Salvador tiene datos socioeconómicos que podrían hacerlo competitivo: una ubicación estratégica, una fuerza laboral joven y un historial de resiliencia. Sin embargo, las cifras desnudan una realidad cruda. La educación promedio apenas alcanza los 8 grados académicos, y para 2025 se cerrarán 40 escuelas públicas, mientras los estudiantes aptos para ingresar a la Universidad de El Salvador han caído de 13 mil a 8 mil. En salud, el panorama es igual de sombrío: recortes presupuestarios impuestos por el FMI, desabastecimiento de medicamentos, citas prolongadas para atenciones, renuncias masivas de especialistas y despidos selectivos han colapsado la atención primaria. El agro, que podría alimentar al país y generar excedentes, languidece con miles de hectáreas improductivas, y el emprendimiento se asfixia sin acceso a financiamiento tras el cierre de apoyos como los de USAID a través de CONAMYPE y otros organismos nacionales.
Frente a este abandono, el gobierno ha optado por un desenfreno de gasto público en tres frentes: endeudamiento masivo (incluyendo más de $3 mil millones extraídos de las reservas de pensiones), emisión de LETES y CETES desde 2020, y presupuestos inflados que crecen hasta un 35% por encima de lo aprobado (ejemplo: de $6 mil millones en 2020 a $10 mil millones al cierre). ¿A dónde va ese dinero? No a los sectores estratégicos que claman por inversión, sino a los tres órganos del Estado (Asamblea, Poder Judicial y Casa Presidencial), donde los sueldos más altos, los asesores innecesarios y los séquitos de lujo no conocen crisis. Otro pozo sin fondo es el rubro de propaganda: secretarías de comunicaciones, medios oficiales (radios, canales de TV, periódico oficial), ejército de trolls, pautas en redes y lobbistas internacionales trabajan 24/7 para pulir una imagen presidencial que se tambalea en los rankings de transparencia y democracia.
El espejismo de la inversión extranjera
El discurso oficial vende a El Salvador como un paraíso para inversionistas, con apuestas como la gentrificación turística del centro histórico para bitcoiners y empresarios chinos (exentos de impuestos y sin beneficios claros para el país) o empresas tecnológicas que ofrecen empleos precarios de $1.50 a $2.50 por hora, similares a los call centers. El presidente, en reuniones con empresarios latinoamericanos, dice que invertiría en El Salvador o en EE.UU., y no es mentira: sus propios grupos familiares han prosperado con franquicias, en el aeropuerto, hoteles, zonas turísticas, café y hasta una nueva línea de lácteos, mientras El círculo presidencial mientras Forbes los cataloga entre los «160 millonarios del país». Pero este capitalismo de amigos no atrae a los inversionistas serios. ¿Qué ven ellos? Un país bajo un estado de excepción permanente que incluso podría ser aplicado a ellos, reservas internacionales al 15%, una Constitución que se modifica al antojo del poder y un retroceso en derechos que lo sitúa como un régimen autoritario en rankings globales. Seguridad jurídica, estabilidad económica y transparencia brillan por su ausencia.
Rubros olvidados y una juventud traicionada
El sector agropecuario y la agroindustria, que podrían ser pilares del desarrollo, están en el olvido. El emprendimiento, vital para el bono demográfico, no tiene banca ni incentivos. Mientras tanto, el ejército absorbe presupuestos crecientes (ya al 60% de sus niveles de la guerra en los 90), y la gentrificación beneficia a extranjeros con negocios opacos. La política de desechar a los mayores de 55 años, desde jueces hasta empleados públicos, ignora tratados de la OIT y condena a una generación sin opciones laborales, mientras los jóvenes ven cerrarse las puertas de la educación y el empleo digno. ¿Resultado? Un bono demográfico que se marchita antes de florecer.
Un feudalismo moderno
¿Cómo se aspira a competir con modelos feudales de justicia social, donde el poder reparte favores a los suyos y castiga al resto? Según proyecciones, para 2035 El Salvador tendrá más adultos mayores que jóvenes, y sin una base sólida hoy, esa transición será un desastre. La vara para parecerse a Singapur —un país que invirtió en educación, innovación y cohesión social— está altísima, y aquí seguimos tropezando con la misma piedra: un desarrollo que no es tal, sino un feudo del siglo pasado disfrazado de modernidad. La explotación minera que se avecina, amenazando el agua y enfrentando a comunidades con militares, es solo la chispa que podría a corto plazo encender un polvorín social.
Romper el ciclo o hundirse
El bono demográfico de El Salvador no es un activo perdido, pero está en coma por falta de rumbo. Seguir priorizando la propaganda, el amiguismo y los renders bonitos sobre la educación, la salud y el empleo es apostar por un castillo de naipes en un país que ya no aguanta más promesas. Los retos son claros: reorientar el gasto público hacia lo esencial, reconstruir la seguridad jurídica, apostar por el agro y el emprendimiento, y dejar de tratar a la Constitución como un menú del día. Si no, el futuro no será un Singapur tropical, sino un feudo empobrecido donde el potencial humano se convierte en estadística de emigración o conflicto. La pregunta no es si hay tiempo, sino si hay voluntad. Por ahora, la respuesta parece ser un rotundo no.
Finalmente recordemos que: Las hipotecas políticas —contratos mineros, deudas o leyes extractivistas— no caducan con el cambio de gobierno: se heredan como cicatrices en el territorio y en la vida de quienes resisten. Pues cuando este gobierno caiga, su legado tóxico seguirá ahí, pero la memoria colectiva puede ser el juicio que nunca tuvieron.
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