(Por: Luis Arnoldo Colato Hernández, educador)
Es un fenómeno político, económico y social, que permeó a la sociedad latinoamericana hasta apenas unas décadas atrás, por definición ilegal pues irrumpió a los Estados, a los que además victimizó por la violencia que éste desató para conservar el control, aliándose a las élites, a las que favoreció materialmente, subordinándose asimismo a las políticas estadounidenses en la región, asegurando su dominio además del espolio de sus recursos naturales.
Es, en resumen, un episodio del que no nos recuperamos y menos aún evaluamos con objetividad, pues en el discurso patriotero oficialista, plagado de horrores históricos, se erige una apología constante al militarismo, al que alaba y justifica, fuera de los esfuerzos mínimos por señalar sus vicios y crímenes, sin por supuesto impulsar los debidos procesos para enjuiciarle, y si en cambio, promoviendo desde el Estado mismo, políticas que preserven en el colectivo una memoria positiva del período.
Solemos por ejemplo escuchar: “…en los tiempos de la benemérita…”, “…en la época de mi general…”, “…solo en los cuarteles…”, recordando una supuesta época de orden y progreso promovida desde la milicia, caracterizada por la estabilidad y la “normalidad”, lo que es contradicho por las delaciones judiciales de estos períodos, en los que se atisba con claridad que aquellos días estaban plagados por la corrupción, el crimen institucionalizado, la persecución, la intolerancia política y, sobre todo, la implacable y sistemática eliminación de todo lo que oliera a oposición.
Es decir, nunca fue un periodo de orden social como el descrito por algunos nostálgicos, que niegan lo oscuro de aquella época (baste recordar como las personas que se oponían al régimen eran exhibidas ante los medios de comunicación de la época, con libros prohibidos a sus pies, lo que casi hacía suponer que aquellos infelices serían quemados por alguna orden inquisitoria militar, lo que no difería mucho de las desapariciones, torturas y eliminaciones físicas de los opositores, que se realizaron en aquellos días, constando en los informes que la Comisión de la Verdad o el Tribunal Interamericano de Derechos Humanos, por separado señalan al Estado salvadoreño por aquellas prácticas realizadas por sus agentes), y para justificar los planes de seguridad que incluyen a la FAES, pues el Estado carece del proyecto integrador necesario para responder con la altura debida al desafío que significa la inseguridad y la impunidad.
Atacar de frente la inseguridad y la impunidad parte de la necesidad primera de tener claro que estas son consecuencias, no causales, y que entonces debemos abordar a estas, que son la injusticia estructural, la exclusión, la marginación, la desigualdad, es decir, la ingente urgencia de dar solución a problemáticas tales como pensiones, impuestos, el aparato judicial, salud pública, soberanía alimentaria, agua, etcétera, partiendo del principio de legislar para todos, y no solo desde algunos, que pareciera ser el norte de la actual administración, sin diferenciarse en nada de las gestiones de derecha, sumando tan solo el recurso mediático del cual realiza un uso hasta abusivo, para así erigir una imagen positiva, también de sí mismo.