(Por: Manuel Alcántara)
El diagnóstico del presente parece coincidir en que los tiempos actuales son de soledad profunda y de individualismo egoísta a ultranza. Ambos guían el comportamiento de muchas personas que tienen una existencia precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante.
Además, ello se da en el marco de niveles progresivos de feroz competencia. Para mayor complejidad, se suma la necesidad de reconocimiento que los seres humanos requieren de otros. No se trata solo de que este se de, como venía siendo tradicional, en el terreno de la familia, el trabajo, la iglesia, el club.
Ahora, la explosión de todo lo que tiene que ver con la identidad y el paroxismo, al que se ha llegado con la valoración suprema del yo, hacen que se multipliquen los niveles en los que se desea el reconocimiento.
Como el proceso no es sencillo, la búsqueda de esos nuevos espacios, que integran gentes perseguidas por el mismo afán, aunque muy heterogéneo y disperso, es frenética y angustiosa.
El hotel tiene un entresuelo donde hay salones para la celebración de eventos de muy diversa índole. Es un sábado a media mañana. El ambiente silencioso registra cierta actividad sosegada. Hay personas que salen y entran de las salas. Lo hacen con calma.
A veces salen apresurados tapando con sus manos un móvil que acercan a sus oídos mientras susurran algo inaudible. Unas mesas con café y bollería atraen la atención de algunos. Otros van a los aseos. Una de las salas permite escuchar la voz de quien habla repitiendo un estribillo que, a veces, es revalidado en voz alta por la audiencia. En la entrada está anunciado que se trata de un encuentro religioso. Más allá, la reunión congrega en otro salón a gente preocupada por la profundización en técnicas de meditación bajo la inspiración de cierto gurú.
Al lado, un grupo, reza el cartel de la entrada, está interesado por la homeopatía; asiste a la proyección de un video. Al final del corredor, se congregan personas locuaces que hacen una pausa en su sesión dedicada al bienestar bioenergético “new age”; constato que también un letrero en la mesa de recepción señala que se aceptan tarjetas de crédito.
Mi amigo ha pasado el fin de semana en un albergue de montaña reunido con un grupo integrado por hombres en el que expresamente se había excluido a mujeres. No me dice si la identidad sexual desempeña algún papel, pero no parece ser un asunto relevante. La cuestión fundamental que les une es compartir experiencias ajenas a la cotidianeidad, es decir al ámbito laboral o al social convencional.
Resalta que lo importante es generar sentido de comunidad, lograr trascender del ensimismamiento en el que se vive a una órbita planetaria en la que él, insiste con brillo en los ojos, se siente feliz porque es reconocido por el líder. Escéptico y pragmático, como soy, le pregunto si le cuesta algo. Su respuesta es rápida: “es lo de menos”. Pero insisto, “300 euros, todo comprendido”.