La monologuista y activista Paloma Palenciano representa en colegios y teatros ‘No solo duelen los golpes’, su historia como mujer maltratada.
Responde haciendo aspavientos en el aire. Generalmente cuando habla de desigualdad. Entonces, sus brazos son como vasos comunicantes que suben o bajan según el binomio elegido: hombre/mujer, europeo/sudamericano, blanco/negro. Pamela Palenciano expone sus ideas en una cafetería de Madrid, minutos antes de entrar a un colegio. Tanto en centros educativos como en teatros representa No solo duelen los golpes, un monólogo sobre su propia experiencia de maltrato.
Nacida hace 37 años en Andújar —un pueblo de la provincia de Jaén, al sur de España—, Palenciano atravesó una relación de coacción psicológica y agresiones físicas. La trágica experiencia la llevó a un siguiente emparejamiento. Entones fue ella la que se vio, puntualmente, en el papel del maltratador. Y terminó en terapia. Viendo a una psicóloga y analizando por qué no supo percibir ese agravio, llegó a una conclusión: nadie le había contado que esa situación la sufren muchas mujeres (solo en España, los juzgados recibieron 40.491 denuncias por violencia de género hasta el tercer trimestre de 2019).
Fue cuando ideó una solución: ser ella la que lo relatara. La que mostrara su caso como advertencia al resto de personas. Además, le servía de prevención y de catarsis. Y escribió el texto que ha mutado de charla en institutos a obra de teatro o vídeo con más de un millón de visualizaciones. No solo duelen los golpes lleva desde 2006 en danza. Lo ha paseado por ciudades de España y otros países como El Salvador, donde residió nueve años. También ha acarreado problemas legales: Pamela Palenciano ha sido denunciada dos veces. Por “incitación al odio” y “apología del maltrato”. Este año, se la puso de ejemplo sobre lo que el llamado pin parental de Vox puede vetar. Y el gobierno de la Comunidad de Madrid (encabezado por el Partido Popular) no permitió que representase su obra en la Asamblea, a invitación de Podemos. La respuesta fue interpretarlo en la calle y congregar a decenas de personas.
Cerca de allí, con un café y el mismo discurso, algo más calmado, de la obra. En el escenario es de una vehemencia que desarma. Asusta al público lo que se ve, lo que se dice y lo que deja en el interior de cada uno. «Quiero incomodar. Ese es el objetivo», sentencia. Lo consigue: aparte de las demandas interpuestas (ambas archivadas), no es raro el día que la increpan o que la acusan de feminazi. «Llevo un año entero en el que todos los días recibo mensajes de simpatizantes de Vox en forma de amenazas y palabras soeces. Estoy en todas sus redes», comenta, «y en las aulas me cruzo todos los días con criaturas de Vox que ven el monólogo y lo retan. Los chicos se revuelven más que las chicas. Se ponen a moverse, a hablar entre ellos, a poner caras raras. Las niñas suelen empatizar. Los chicos reaccionan o viendo a su madre o una familiar maltratada o el machirulo me reta».
«Generalmente, me cuestionaban. Me acusaban por ser joven o de Andalucía. Y metí chistes. Vi que de esa forma aflojaban y, así, pensaban», cuenta sobre los orígenes, allá por 2004.
Desde entonces, pasó los nueve años mencionados en El Salvador, trabajando con pandillas. Hacía intervenciones en zonas deprimidas y se encontraba con una escucha que a veces añora aquí. «Partía de mi privilegio de europea», remarca, con ese movimiento de brazos que indica quién está arriba y quién está abajo en la escala social. En el país centroamericano rechazó incluso trabajos porque no le pagaban a su compañera de allí lo mismo a ella. Pero no duda: volvería sin pensarla «ya mismo». Volvió, explica, por sus hijos, ambos nacidos en El Salvador, como su pareja.
El regreso ha tenido varias etapas. Se han transformado las reacciones, igual que lo ha ido haciendo la obra: de una charla cronológica sobre su propia historia ha derivado en una mayor escenificación. Le han ayudado Dario Valtancoli y su etapa dentro de la compañía Teatro del Azoro. «Ahora es mucho peor que antes, porque han perdido el miedo, las barreras», suspira Palenciano, recordando este último año. «Me lo ponen difícil. A mi Twitter me llegan miles de mensajes con amenazas», insiste, «es impactante, pero lo sigo haciendo porque aún hay chicas que me escriben y me dicen ‘me has salvado la vida’. Eso es mi motor, porque yo no culpé a mis padres que me dijeran nada (a esa edad lo que te digan tus padres te da igual), sino al instituto o mis amigas porque no me dijeran nada».
Palenciano afirma en su monólogo que «la violencia es invisible, como el wifi de casa». De hecho, en ningún momento llega hasta las palizas sino a los silencios, a los gritos, a las coacciones. Y, en ese sentido, cree que ahora (a ella le pasó de los 12 a los 18 años de hace un par de décadas, sin tanta tecnología), el control es absoluto. «Pueden ver dónde estás desde el sofá. Es una tortura más psicológica. Pero lo vivimos como algo normal: ‘Quiere saber dónde estoy por amor’, decimos. Y eso es lo que no ha cambiado: el concepto del amor romántico», analiza.
Los roles de género tampoco se han modificado, opina Palenciano. «Hay un pequeño cambio. A lo mejor ya no es el macho alfa, pero es que ha pasado un poco al revés: se tiende a que la mujer adopte roles masculinos. Y con eso, los tópicos de infiel, perversa, bruja…», expone, añadiendo que «lo que pretende el capitalismo y el patriarcado es marcar la feminidad como algo débil». «Nos hacen falta más modelos de hombre distintos», arguye, «lo que planteamos es que los tíos se desempoderen, que dejen atrás los privilegios. Y hay que ampliarlo: que las blancas nos desempoderemos con las negras, las payas con las gitanas…».
Ahí está la aparición del término sororidad, que significa «hermandad entre mujeres», según la definición que lleva en su propia camiseta. Pamela Palenciano indica que le sorprende la falta de articulación del colectivo feminista. «Se puede hacer una lucha simultánea», dice, aludiendo a los debates internos y a cómo «se ha quebrantado» de cara al próximo 8 de Marzo.
«Yo discrepo con muchas de ellas, por ideas o por clase social, pero me tomaría un café con cualquiera y si necesitan mi apoyo, lo haré. Porque lo que nos hacen a una nos lo hacen a todas», remarca, asombrada del poco apoyo que tuvo en su representación frente a la Asamblea. También critica la postura hacia los transexuales.
«¿Ves el autobús ese de Hazte Oir, es de ‘las niñas tienen vulva, los niños pene’?», pregunta, «pues yo no quiero que el feminismo sea así y lo parece. La violencia machista del hombre a la mujer es por el género. Por machacar a alguien que está en esos roles. Pasa en las relaciones homosexuales».
Contra esa desprotección, sea de quien sea, es indispensable la ayuda. «Necesitas gente que te acuerpe. No valen los libros. Y las adolescentes tienen que buscar a un adulto», matiza. Para eso también está No solo duelen los golpes. Para mostrar la luz de alarma. «Mi objetivo es incomodar. Cambiar la mirada. Y resaltar que el amor de verdad no duele. Es intentar ver que, aparte de que el amor no duela, el mundo no avanza si no perdemos ciertos privilegios», zanja, meneando los brazos en círculos antes de cargar un banco y salir hacia un instituto.