Este no será un 1 de mayo de marchas y movilizaciones. La pandemia de covid-19 ha logrado lo que las guerras y los desastres ambientales no: que los y las trabajadoras organizadas se queden sin revindicar en las calles sus derechos laborales. Esto cuando el mundo del trabajo está siendo duramente afectado por la crisis. Los efectos económicos y sociales de la pandemia ponen en peligro los medios de vida de millones de personas. Por el momento, en general, las personas con un trabajo formal han logrado mantener su nivel de vida. En muchos países, como en El Salvador, se están planificando o implementando medidas de soporte financiero a empresas para que los efectos de la crisis no sean tan contundentes. En este sentido, quienes tienen un empleo formal son privilegiados, aunque también sobre sus trabajos se ciernen sombras. En el país se están comenzando a construir proyecciones, todas provisionales, sobre los miles de empleos que se podrían perder. Pero la situación apremiante la viven los y las trabajadoras que no tienen un empleo formal.
A fines del siglo XX, en pleno auge de la globalización capitalista, Franz Hinkelammert afirmó que en estos tiempos “es un privilegio ser explotado”. Lo que Marx llamó el “ejército de reserva industrial”, la mano de obra desempleada y permanentemente dispuesta a vender su fuerza de trabajo a las empresas, ha pasado a ser, como sostiene el argentino Carlos Vilas, un ejército de sobrantes que no tiene cabida en el sistema. Los desempleados se han convertido en reserva de nada. No extraña, entonces, que la gran mayoría de la población en edad de trabajar se vea obligada a buscarse la vida en el sector de la economía informal, en caminos subterráneos o ilegales de sobrevivencia, o en la migración hacia otros países con mejores condiciones.
El sector más vulnerable del mercado laboral lo constituyen los trabajadores de la economía informal, y es a ellos y ellas a quienes la pandemia está golpeando con más fuerza. En El Salvador se estima que el 70% de las personas en edad de trabajar se gana la vida en ese sector. Quienes venden en los mercados, los que deambulan ofreciendo sus productos, los jardineros, paleteros, peluqueros, lavacarros… son los que la están pasando más difícil. Y si no cuentan con una fuente de ingresos alternativa, ellos y sus familias no tendrán medios de vida. En el mundo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 1,600 millones de personas, la mitad de la población económicamente activa, corre un peligro inminente de ver desaparecer sus fuentes de sustento por esta pandemia. Según la organización, los detonadores son dos: las medidas de confinamiento domiciliar y el hecho de trabajar en alguno de los sectores más afectados.
La pandemia ha puesto cruelmente en evidencia las agudas desigualdades mundiales, que condicionan tanto las posibilidades de contraer el virus como la capacidad de enfrentarse a sus consecuencias económicas. El mayor golpe recaerá en el bolsillo, la salud y la vida de los más vulnerables. Para ellos, como ha dicho Guy Ryder, director general de la OIT, “la ausencia de ingresos equivale a ausencia de alimentos, de seguridad y de futuro […] A medida que la pandemia y la crisis del empleo evolucionan, más acuciante se vuelve la necesidad de proteger a la población más vulnerable”. La respuesta de los Gobiernos, por tanto, debe estar dirigida principalmente a ese sector. De cara al futuro inmediato, en este 1 de mayo, el reclamo debería ser reorganizar la sociedad y la economía de modo que millones no se vean obligados a elegir entre cuidar la salud o llenar el estómago.
EDITORIAL UCA