Opinión: Pensamiento eclesial y desastre

Frente a los desastres que estamos viviendo es de suma importancia que nos aboquemos al pensamiento evangélico y eclesial. El Evangelio nos invita siempre  a volcarnos en ayuda de nuestros hermanos, incluso en aspectos que en cierto modo contradicen valores de nuestra cultura centroamericana. La distancia social, por ejemplo, es ahora parte de la forma de amar a nuestros prójimos en estos tiempos de pandemia, al revés de nuestra costumbre de abrazar y compartir más sensiblemente el cariño y la amistad. Incluso el amor de la madre trabajadora, que tiene que salir para ganar el sustento de la casa, y que en tiempos ordinarios se expresa en el beso y el abrazo, se refrena ahora o por sequedad o falta de cariño sino por amor. El amor es siempre acción, y acción en la historia que nos toca vivir. Ahora toca proteger y luchar por la vida, con todo el nivel de sacrificio que ello conlleva. Y ahora además, cuando a la pandemia se unen inundaciones y desastres climáticos, salir de nosotros mismos, combatir el hambre, procurar techo y abrigo para quienes carecen de él, se vuelve una exigencia inmediata. Hoy toca combinar distanciamiento social con cercanía solidaria, dos formas de amar necesarias, aunque la combinación de ambas entrañe cierta dificultad. Pero en la tarea de amar y servir a nuestros prójimos, el cristiano tiene que asumir riesgos y buscar formas creativas para que el amor se vuelva efectivo. Ayudar al pobre, al que está en situación de peligro y vulnerabilidad es siempre tarea prioritaria.

Pero la Iglesia nos pide además que tengamos una mirada abierta a los problemas de fondo que contribuyen a que durante el desastre aumenten tan considerablemente la pobreza y la vulnerabilidad. La Iglesia nos invita así a fijarnos en las estructuras económicas, sociales y culturales que dificultan o no tienen adecuadamente en cuenta las legítimas exigencias de un auténtico desarrollo.

Los salarios deficientes, la educación escasa y con problemas, los sistemas públicos de salud con pocos recursos, las pensiones débiles y que dejan por fuera a la mayor parte de los ancianos, la vivienda pequeña con materiales de poca calidad y creando hacinamiento de personas, el agua potable sin instalación al interior de la vivienda para consumo y saneamiento, son parte de esas estructuras que cuando sobreviene una situación de desastre multiplican el sufrimiento de los más pobres y aumentan la pobreza en los países. Las palpamos hoy claramente y sería una irresponsabilidad cristiana olvidarlas mañana, cuando todo haya pasado

Frente a este tipo de problemas la Iglesia nos pide concretar nuestra capacidad de amar en la reflexión y en la acción. Y sobre todo recordándonos que frente a problemas comunes solamente la solidaridad que se concreta en formas de cooperación da resultados adecuados. Cooperar es responsabilidad de todos si queremos avanzar hacia el desarrollo, o si queremos superar cualquier tipo de problema social. Y en ese sentido la Iglesia nos anima a convertirnos en sociedad civil, es decir en personas que participan en asociaciones que busquen de diversas maneras el bien común. A veces pueden ser asociaciones que atienden problemas concretos de la sociedad, como la vivienda, el medio ambiente, etc., o también asociaciones profesionales. Toda forma de asociación en cooperación multiplica las posibilidades de resolver problemas. Y la sociedad civil está orientada básicamente a establecer formas de cooperación, aunque en ocasiones algunas asociaciones miren exclusivamente al bienestar o la adquisición de ventajas de sus asociados. La Iglesia recomienda esa participación porque entiende a la sociedad civil como una asociación intermedia entre la familia y el estado que mira, o debe mirar, hacia el bien común. La diversidad de asociaciones, sus diversos puntos de vista y preocupaciones garantizan al mismo tiempo el pluralismo y el diálogo, al tiempo que se complementan en la búsqueda del bien común.

Además, la sociedad civil, precisamente por el ámbito de libertad interna que tiene, contribuye de un modo excelente a acrecentar la dimensión social de la persona.

Y por eso la Iglesia le da prioridad a la sociedad civil incluso sobre la sociedad política que, aunque es indispensable, debe tener un papel subsidiario, una vez llega al poder del Estado, frente a lo que las instituciones civiles más pequeñas no puedan realizar o garantizar.

En la medida en que los cristianos estemos organizados, colaborando con Cáritas, con la organización parroquial o con otras instituciones que atienden a las múltiples necesidades del amplio mundo de los pobres en nuestro país, más fácilmente podremos enfrentar los desastres que se vayan dando en este nuestro El Salvador tan vulnerable. Y, por supuesto, podremos también colaborar con mayor eficacia en el cambio de estructuras que nuestro país necesita para acceder al desarrollo digno. Toda desgracia, desastre o emergencia social, es desafío para nuestro amor cristiano y también para la creatividad de nuestro amor. Porque los desastres, en la medida en que ocasionan un exceso de muerte, de dolor o de destrucción, son signos siempre de algo que tenemos que corregir. Son llamada a la conversión a la vida de Aquel que vino a servir y no a ser servido, y son llamada también a mejorar las estructuras de convivencia para que cualquier tipo de desastre produzca el menor daño posible.

José María Tojeira, Editorial UCA

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