La pandemia que vino a destapar heridas

“Llego con tres heridas: la del Amor, la de la Muerte, la de la Vida” (Miguel Hernández)

Llegó de lejanos mundos

Comenzó como la noticia más lejana del planeta, y sobre todo de nosotros, humanos que nos hemos creído que en el occidente se encuentran todas las respuestas. La noticia llegó de la China. Y las bromas anti chinas — rayando en el racismo y la xenofobia–, no se hicieron esperar. Era todo tan lejano. A fin de cuentas era asunto de los chinitos, y quizás algún murciélago se cruzó por sus caminos, y los contagió. Si acaso llegabas a un aeropuerto, y mirabas una persona con rasgos orientales, instintivamente desviabas la mirada y evadías cruzarte por su camino. Si te cruzabas con una de ellas en algún restaurante de ese aeropuerto, buscabas instintivamente un asiento alejado de su presencia. “Por las dudas, evitemos el contagio”, escuché decir a quien me acompañaba en uno de los escasos viajes internacionales que hice en los comienzos de este aciago año 2020. Sin que se hubiese conocido caso alguno en el continente americano, cuentan los restaurantes chinos fueron los primeros que quedar vacíos en las principales ciudades de los Estados Unidos.

Luego pasó a Italia y a España, y también hubo noticias del virus en Alemania, Inglaterra y Francia. Comenzamos a poner más atención a la noticia. Ya no era solo de los chinos, el contagio se propagaba. Pero seguía siendo noticia lejana, y cada día contábamos cifras. Primero veinte, luego cien, después se hablaba de mil y diez mil contagiados, y se anunciaron los muertos, ya contados por centenares. Pero no eran nuestros muertos. Eran cifras y datos europeos y asiáticos. Se cernía un contagio que en cualquier momento llegaba a América, pero seguíamos viendo u oyendo la noticia. Y se regaban los comentarios y conjeturas. El contagio es posible porque es temporada de frío, una vez que en Europa se llegue a la primavera, el virus se irá muriendo por cuenta propia, decía alguien con soltura. Y nosotros, en el trópico, nada de qué preocuparse, el Coronavirus no resiste estas temperaturas. Podemos estar tranquilos, porque aquí el calor ardiente nos protegerá, seguían diciendo los que siempre se creen que se las saben todas.

Y entonces llegó a Estados Unidos, y comenzó el contagio a multiplicarse. Por miles se contaban los muertos en Nueva York. Hubo noticias que daban cuenta de algún furgón lleno de muertos, estacionado a orillas de una de las populosas avenidas de la llamada ciudad que no duerme. Comenzamos a recibir noticias de paisanos y familiares contagiados, y recibimos los primeros avisos de gente conocida que había muerto fulminada por el virus. Entonces comenzamos a leer y ver las noticias con preocupación. El Coronavirus comenzaba a invadir nuestros espacios conocidos. Cuando supimos que ya había contagiados en Panamá y Costa Rica, entonces comenzamos a poner nuestras barbas en remojo. Para mediados de marzo nos anunciaron el primer contagiado. Ya estábamos cercados por la pandemia.

La vieron venir como un gran negocio

Pero todavía era noticia cercana, pero era noticia extraña a nuestras vidas inmediatas, la podíamos escuchar por los medios de comunicación. Supimos que, raudo y veloz, el gobierno instó al Congreso Nacional a reunión de emergencia, y aprobó miles de millones de lempiras, para atender la pandemia, sin un solo plan en mano, todo quedó sometido a la palabra decisiva del Titular del Ejecutivo. Unos días después el Congreso de nuevo aprobó otra multitud de millones, y luego se informó de préstamos que se añadieron, porque había que precaverse. La voz del Titular de Casa Presidencial, quebrada por su tristeza personal ante la amenaza que se cernía sobre el país, decía en cadena nacional que había que prevenirse y estar a la altura de las circunstancias ante tan cruenta emergencia. Y así anunció la construcción de 95 hospitales, y que en aras de atender a la población más afectada y equipar al personal de salud, se habían enviado a traer los mejores hospitales móviles a la lejana Turquía.

Las tres vertientes

Así comenzó la danza de millones que tuvieron tres vertientes de usos: una, saqueos de dineros para ser desviados a cuentas privadas. Dicen que en dos semanas la mayoría de los fondos aprobados y entregados se habían esfumado; dos, el proselitismo político partidista, se hizo entregas de bolsas de alimentos a activistas de base del partido Nacional, seguidas de una abultada publicidad que hacían aparecer al Titular del Ejecutivo como un bonachón y generoso, que aliviaba el hambre de todo el pueblo; tres, para asistir con esmero y generosidad a las Fuerzas Armadas, equipar el hospital militar de todo lo mejor en equipos sanitarios, y confiando al Alto Mando del instituto armado el cuidado de todas las entregas, tanto de alimentos como de equipos médicos a los distintos centros hospitalarios.

Y el contagio se unió a nuestra historia de violencias

Todos los días desde mediados de marzo, nos atiborraron con cadenas nacionales para darnos cifras de infectados, muertos y recuperados, en una patética danza de mentiras. Todo mundo sabe que son cifras falsas, así como todo mundo sabe que la voz del Titular del Ejecutivo está llena de mentiras y promesas sin sostén. Pero todo mundo abrigaba la esperanza de que, allá en el fondo de nuestro fuero interno, todo habría de quedar en cifras. Pero las cifras dieron paso irremediable a rostros cercanos y conocidos. El contagio dejó de ser de chinos y europeos, y dejó de ser de nuestros paisanos en Estados Unidos, y dejaron de ser gentes hondureñas extrañas a nosotros. El contagio tocó y entró por nuestras puertas. La muerte acecha, nos va cercando cada día con mayor amenaza.

Fue cuando recordamos de pronto que hemos estado cercados por la muerte incruenta desde hace muchos años,  que somos una sociedad acostumbrada a la muerte. Por varios años nos hemos mantenido en disputa con otros países por ver quién es el más violento del mundo. Por varios años nos ganamos el trofeo por ocupar el primer lugar en homicidios del planeta. Y las muertes violentas –o quienes las provocan—no están para treguas. En medio de la mayor amenaza de contagios, nunca faltan las noticias de masacres y desaparecidos. Al menos nueve personas asesinadas en la profundidad del departamento de Yoro, y todo mundo a callar la noticia, porque es secreto a voces de quienes son los responsables, porque tienen responsabilidades administrativas públicas, y eso les da más poder, pero sobre todo impunidad.

Entonces la noticia de nueve personas acribilladas o incluso incineradas en plena carretera queda en la nebulosa, casi como si no hubiese existido. Ocurre la captura y desaparición de al menos cuatro garífunas en la comunidad del Triunfo de la Cruz, y pasaron los días y las semanas, y todo se queda en conjeturas, pero sin una noticia en firme sobre el destino final de sus vidas. Y otra masacre –masacrita, dicen en el vecindario—de tres personas, y sigue la cuenta, como en una patética competencia entre qué puede provocar más muertes, si el Coronavirus o el violentavirus de una sociedad atrapada en la lógica de la muerte. Hace años, muchos años, la muerte violenta dejó ser un dato extraño, para convertirse en horrendo paisaje cotidiano hondureño.

Somos una sociedad de seres humanos que se fajan la vida entre sobrevivir a dos o un tiempo diario de comida, a agacharse con mascarilla en mano para evadir el contagio del Covid-19, o andar con el ojo al cristo para no caer en alguno de los círculos de lo que llaman “la hora y el lugar equivocado”. Y si se salva de todas esas amenazas mortales, quedar con algo de aliento para encaramarse en la espalda la mochilita y enlistarse en una de las tantas caravanas para agarrar rumbo al norte, para ver si allá se resuelve la vida que en territorio hondureño está condenada a fracasar.

La muerte con su ritual cotidiano

Siendo un dato de nuestra vida cotidiana, la muerte violenta y masiva no dejó de que la misma fuese dolorosa, y nunca dejó de convocar a familiares y amistades al ritual fúnebre tradicional: velas de 24 horas o más, honras fúnebres seguidas de actos rituales religiosos, lenta procesión silenciosa al cementerio, y el novenario con el rezo del rosario que siempre culmina con asistencia masiva de familiares y amistades, en donde se comparte el tamal, el sándwich, el café, los juegos de naipes y el aguardiente.

Es cierto que algunos velorios han sido suspendidos impetuosamente por hechos sangrientos, sea por bandas responsables del crimen que buscan completar encargos encomendados, o de familiares que buscan venganzas en el mismo lugar de la vela. Aunque son casos todavía reducidos, el aumento de estos casos es notable, los cuales llevan a la suspensión de los rituales tradicionales que acompañan al duelo de los familiares, quienes se han visto en la obligación de buscar refugio y realizar desplazamientos forzosos para salvar la vida.

“Solo me queda un camino: quitarme la vida”

El aumento dramático de contagios y la amenaza de muertes reales que llevan consigo, se añade al ambiente de muerte que a lo largo del presente siglo ha experimentado la sociedad hondureña. Esta experiencia continuada es muy difícil que no pase su factura en la estabilidad emocional de las personas, y en las decisiones que se tomen. La muerte se ha sentado en la mesa hondureña. En el ambiente de pandemia y desempleo, una joven de 24 años logró confesar que desde finales de marzo había sido despedida de su lugar de trabajo, y actualmente vivía con la familia de su pareja, y en los últimos dos meses nadie de las ocho personas que conviven en el mismo techo tenía empleo. “Solo me queda un camino –dijo casi con parsimonia de resignación–: quitarme la vida”. Los suicidios se han disparado hasta convertirse en un dato del paisaje de la vida cotidiana, junto con las muertes violentas, la violencia intrafamiliar, los acosos sexuales y las extorsiones. Todos estos datos concatenados aumenta la dosis de dolor, al que se añade la suspensión obligada de los rituales en torno al duelo y despedida de los seres queridos a su descanso definitivo.

Cuando se oye decir que la pandemia llegó para quedarse, algo de verdad y de fondo se está diciendo. Puede ocurrir que en un momento determinado se alcance la famosa curva, y se reduzcan sustancialmente los casos de contagio, y puede que en unos meses los potentados y la industria farmacéutica dejen que la vacuna quede disponible para todas las sociedades del planeta, incluyendo las de los países empobrecidos como el nuestro. Pero el dolor que se ha incubado en la sociedad de Honduras, y la incertidumbre de que nuevas amenazas se desaten en contra de la humanidad, se quedan sentados en la mesa y en los corazones de los hogares y la vida de quienes habitamos esta sociedad desconfiada y cargada de miedos y angustias.

Un pueblo con hondas heridas en su corazón

Somos una sociedad que cargamos el duelo de la muerte en hilachas. Es tanto el dolor y tantas las angustias y miedos que no solo no tenemos tiempo para saber encajar humanamente tantas desgracias en nuestras vidas, sino que la ausencia de un duelo ante la muerte ha aumentado la dosis de inhumanidad. Seguramente nos tocará cargar nuestras vidas en ambientes que alimentan la depresión y la negatividad, y esto hará todavía más complejo encontrar caminos que conduzcan a mediano plazo al restablecimiento de la confianza y de la institucionalidad que garantice los derechos humanos y la sana convivencia social.

En una sociedad desangrada y abatida por el dolor y la desconfianza, no basta restituir instituciones públicas creíbles, ni basta con cambios de gobiernos, ni luchas exitosas contra la corrupción, la impunidad, la narcoactividad y el delito. No bastan procesos electorales que garanticen elecciones limpias de autoridades. Todo esto es importante, y son parte fundamental para los cambios y transformaciones que la sociedad necesita para dar pasos hacia una convivencia más sana y humana. Pero la inversión más grande que necesitamos como sociedad es aquella destinada a rehacer los tejidos rotos de los seres humanos que habitamos este territorio. Somos un pueblo herido en el corazón, y esas heridas sangran, y un corazón herido suele responder provocando nuevas heridas en quienes están en el entorno. En esas heridas es en donde reside el origen de la ruptura de los tejidos. Para tejer esos tejidos hemos de costurar todas las heridas, pero sin dejar de llegar a esas heridas que sangran en el centro del corazón humano.

Intervención quirúrgica difícil y prolongada convalecencia

Para ello, la sociedad hondureña necesita hacer una ruptura con la institucionalidad productora de violencia, corrupción e impunidad. Pero una vez que se construyan las bases para una nueva institucionalidad, la sociedad hondureña necesitará un largo período de “hospitalización” para esa compleja intervención quirúrgica de sus tejidos rotos, y luego un período quizás todavía más largo de convalecencia, para aprender a ver la vida sin la carga traumática y con los ojos nuevos de seres humanos frágiles pero sanos.

Sin seres humanos sanos y con las cicatrices de las hondas heridas de dolores acumulados, la sociedad hondureña no podrá experimentar nuevos horizontes. A la necesidad objetiva de cambios institucionales, económicos y de justicia, se ha de unir la necesidad de abordar la restitución de un pueblo hondureño, herido y con una carga profunda de dolores que se han venido a incrustar sobre dolores antiguos nunca sanados.

La pandemia vino, no solo a quedarse, sino a desnudar con sus amenazas y dardos mortíferos, los múltiples dolores sufridos sin la dosis de humanidad y solidaridad que requieren. Vino a destapar las heridas que vienen sangrando a lo largo de muchos años, y por querer sanarlas, hemos vivido revolcados en respuestas que han provocado nuevas y más hondas heridas, hasta convertirnos en un pueblo herido en el corazón. Así nos encontró una pandemia que busca hacer su nido justamente en donde encuentra heridas sin sanar, y dejar más angustias y muerte.

Ante la pandemia y sus secuelas, la sociedad hondureña necesita hacer frente por igual a esos dos enormes desafíos: el desafío de construir una nueva institucionalidad desde donde rompa con la lógica del sálvese quien pueda, con la corrupción, la impunidad y con un sistema de justicia basado en la ley de los fuertes. Y también con el desafío de hilar los tejidos rotos y sanar las heridas incrustadas en el corazón de la sociedad, especialmente de aquellos pueblos que más han cargado con la injusticia, las exclusiones, opresiones, marginalidades y desigualdades.

Ante el dilema de los tiempos:

Es una gran empresa humana y política, social, comunitaria y personal, económica, material y espiritual. Es entrarle al país desde sus raíces. Y nos sitúa ante un dilema: o convertimos la pandemia en oportunidad para rehacernos como sociedad y sanamos heridas, como una auténtica revolución hondureña, o la pandemia nos hunde en estado de crisis y de deterioro infinito. No existen términos medios, es una ocasión terminal. Puede ser que estemos en una de las últimas, sino la última de las oportunidades, antes de caer en una auténtica africanización o haitinización en donde parecen haberse perdido las oportunidades para revertir el deterioro.

En la actualidad todas las energías tienden a la negatividad, y conducen a que el dilema se decante hacia ese deterioro infinito. Para establecer una tendencia distinto, positiva, hacia la oportunidad de rehacernos revolucionariamente, es necesario el concurso, la convergencia de los diversos sectores asqueados de la corrupción, impunidad, saqueos por parte de quienes conducen la institucionalidad del Estado, y afectados por la violencia y la angustia que hunde a la inmensa mayoría de la sociedad en la derrota.

Todos los aportes cuentan, y todas las luchas son valiosas

Se ha de partir y aceptar que somos un pueblo deprimido, y de abandonarnos a la suerte del deterioro infinito, es aceptar que viviremos hundimos en permanente depresión, y un estado así siempre es mal consejero. Romper con el dilema desde la perspectiva de la oportunidad, es asunto hondureño de vida o muerte. En este servicio tienen un lugar todos los sectores y grupos humanos con sus diversas capacidades de aporte y especialidad. Los economistas, así como los expertos sociales y políticos para poner sus capacidades en investigar y elaborar propuestas desde donde la sociedad pueda debatir un nuevo modelo económico y una nueva institucionalidad política y de justicia que rompa con las desigualdades, la degradación ecológica-ambiental, la corrupción y la impunidad.

Los psicólogos y expertos en acompañamiento humano y espiritualidad que contribuyan con propuestas para que la sociedad se reencuentre con su dolor, lo administre, llore en paz a sus seres queridos difuntos, sea por la violencia o por la pandemia, y comience su prolongado proceso de sanación de sus heridas, al tiempo que converge con quienes están en la lucha por una nueva institucionalidad. En esta oportunidad que abre la pandemia, no hay luchas pequeñas o grandes, o unas luchas más importantes que otras.

Dos alas para alzar vuelo

Tan valiosa, importante y necesaria es la lucha en contra de la corrupción, la impunidad, las desigualdades y contra los proyectos extractivos en el marco de la construcción de propuestas públicas alternativas al neoliberalismo, como lo son las luchas humanas, psicológicas y espirituales de acompañamiento a las mujeres, los jóvenes, la niñez, a la población adulta amenazada frontalmente por un virus discriminador hacia ella.

Lo que podría ser muy limitado, o caer en la frustración, es poner solo el acento en una de las dos alas, el ala de las transformaciones políticas, económicas, institucionales, o el ala de la atención psicológica, el acompañamiento humano y espiritual. Las dos alas, como el ave, se necesitan mutuamente para alzar el vuelo. Con una sola de las alas, el vuelo no solo será limitado, sino será de muy baja altura y condenado a un fracaso al poco tiempo del despegue.

Por: Ismael Moreno sj.

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