René Descartes sostuvo la existencia de un yo pensante espiritual en un mundo material regido por las leyes de la mecánica.
Fue una muerte poco épica para un gran filósofo. René Descartes falleció a causa de una neumonía en Estocolmo el 11 de febrero de 1650. Tenía 53 años. De frágil salud, no pudo soportar los fríos del invierno sueco. Se había instalado en la capital sueca cinco meses antes, respondiendo a la llamada de la reina Cristina, a la que impartía clases en el palacio real.
Su cadáver fue enterrado en una iglesia de Estocolmo, trasladado 16 años después a su país natal y, más tarde, llevado por la Revolución Francesa al Panteón. Hoy está enterrado en la abadía de Saint Germain des Prés. La lápida de su primera tumba contenía una inscripción en latín que expresa en pocas palabras su trayectoria vital: «Tratando en sus ocios invernales de armonizar los misterios de la Naturaleza con las leyes de la matemática, albergó la esperanza de abrir los arcanos de ambas con una misma llave». Esa llave era la razón.
Compatible con la fe católica
Si hay un empeño en la obra de Descartes no es otro que su afán de hacer compatible la autonomía del pensamiento y de la ciencia con su fe católica. Un difícil equilibrio que le creó problemas con la autoridad religiosa. Y que también generó contradicciones insalvables en su filosofía.
Descartes, educado en los jesuitas, sentía una fuerte inclinación intelectual por las matemáticas y la física. Se le considera el padre del cálculo infinitesimal y también realizó interesantes aportaciones en los campos del álgebra y la geometría. No era, sin embargo, un ratón de biblioteca. Se alistó en el ejército para luchar en la Guerra de los Treinta Años, luego viajó por Europa, se instaló en Holanda y finalmente volvió a París. Existe la leyenda de que se batió en un duelo por una mujer. Era una persona que cultivaba la amistad y la buena mesa. Despreciaba a la Inquisición y abogaba por la libertad de pensamiento.
Tras sumergirse en sus estudios científicos, Descartes se dio cuenta de que las matemáticas partían de unos principios de aceptación universal, algo que no sucedía con la filosofía, donde observaba una enorme confusión y disparidad de criterios.
Fue reflexionando sobre esta contradicción como llegó a la formulación que es el pilar sobre el que construyó su obra: «Cogito ergo sum». Pienso luego existo. Esta es una verdad clara y distinta, que no puede ser cuestionada porque si estoy dudando, es porque estoy pensando. Y, por lo tanto, existo. Dando un paso más, Descartes subraya la existencia de un yo pensante de naturaleza espiritual frente al mundo material que perciben nuestros sentidos. Por ello, hay una «res cogitans», que es el pensamiento, y una «res extensa», que es la materia. Esta dicotomía es esencial para comprender su filosofía.
Según desarrollará en Discurso del método y sus Meditaciones metafísicas, dos libros imprescindibles, la separación entre el reino de lo espiritual y de lo físico impide que las ideas tengan un origen en la observación empírica. Ello le llevará a afirmar que las ideas son innatas, están inscritas, valga la metáfora, en el alma humana por Dios.
Podríamos sospechar que hay «un duende maligno» que extravía nuestra razón y que la vida es un sueño, pero eso no es posible porque el Ser Supremo no lo permitiría en su infinita bondad. El conocimiento es un despertar de las ideas grabadas por Dios en el yo pensante.
Frente a ese yo pensante, albergamos una idea clara y distinta de la extensión a través de nuestros sentidos. La extensión y el movimiento son las cualidades del mundo físico. Y permanecen constantes: la materia no se destruye, se transforma. Ello fundamenta el mecanicismo, que tanta influencia ejercería sobre la física en los siglos posteriores.
Dios, el relojero universal
Descartes era muy consciente de que su rígida separación del pensamiento y el cuerpo generaba una dualidad repleta de paradojas. Y, por eso, llegó a afirmar que existe una conexión en el cerebro del alma con el cuerpo a través de una glándula pineal. La explicación no convenció a Leibniz, Spinoza y Malebranche, que impugnaron su filosofía y optaron por otras formulaciones. La más interesante es la de Leibniz, que acuñó la idea de las «mónadas» o sustancias simples de naturaleza inextensa.
El pensador alemán sostenía que Dios actúa como un relojero universal que ha creado las leyes del Universo, y, por tanto, nuestro mundo es el mejor de los posibles. Una concepción que no compartía Descartes, que pensaba que vivimos en una realidad imperfecta y que el mal está provocado por la libertad de elección de cada hombre. Esto es muy importante porque, aunque el pensador francés acepta que existen unas normas de conducta que vienen de Dios, cada ser humano es libre de hacer lo que le plazca. Descartes defendió la libertad y la autonomía de la ciencia, que no está supeditada a la fe sino a los dictados de la razón. Fue, por ello, un heterodoxo de su tiempo y no resulta exagerado considerarle el padre de la filosofía moderna.