La nueva producción de Chris Miller y Phil Lord revalida la idea de que el único lugar desde donde se puede cañonear hoy a los esquemas prefijados es la animación, nacida justamente para representar lo que la realidad no permite.
Por Ezequiel Boetti.
La familia Mitchell vs. las máquinas 8 puntos
The Mitchells vs. the Machines; EE.UU., 2021.
Dirección y guion: Michael Rianda y Jeff Rowe.
Voces originales de Abbi Jacobson, Danny McBride, Maya Rudolph, Michael Rianda y Eric André.
Estreno en Netflix
Los principales referentes del humor contemporáneo ya no miran al cine con tanto cariño como antes. ¿Para qué someterse a los mandatos de una industria que desconfía de todo lo que se corra medio metro de las dos o tres fórmulas que ya sabe que rinden en taquilla? ¿Con qué sentido resignar libertad creativa ante un estudio tradicional? Quizás por eso lo más novedoso de la comedia actual está en las series y shows unipersonales de las plataformas de streaming, donde las lógicas comerciales son otras. Quizás por eso la comedia pura en formato largometraje está en una crisis que asoma terminal. Pero si esta hipótesis es incorrecta y el género de las risas llega a tener futuro en las salas, es muy probable que entre los máximos responsables estén Chris Miller y Phil Lord, que con La familia Mitchell vs. las máquinas –en la que fungen como productores– revalidan aquello que vienen mostrando desde Lluvia de hamburguesas (2009): que el único lugar desde donde cañonear hoy los esquemas prefijados es la animación, nacida justamente para representar lo que la realidad no permite.
Mientras Pixar se vuelca al fotorrealismo para ilustrar historias sobre “grandes temas”, Miller-Lord hacen películas como La gran aventura Lego o Spider-Man: un nuevo universo. En ellas ensayan una variante ética y estética cocinada al calor de la cultura meme y hecha de imaginación, energía, colores chillones y emoticones. Son universos que escapan a la lógica gravitacional y generan un efecto en el público sub-13 muy similar al de un botellón de cinco litros de bebida energizante como desayuno. Pero la película dirigida por Michael Rianda y Jeff Rowe no reniega de las tradiciones. La primera parte recuerda al de otras tantas comedias amargas sobre familias desajustadas, con ese padre intentando hacer las cosas bien aunque no termina de comprender a sus hijos. En especial a Katie, que está a punto de irse a la Universidad para estudiar Cine. Nada mejor que seguir las “enseñanzas” de Chevy Chase en Vacaciones y dirimir diferencias compartiendo un viaje en auto, en este caso con la facultad como destino final.
El pequeño Aaron está obsesionado con los dinosaurios y es tan tímido que prefiere tirarse por una ventana a hablar con la chica que le gusta; mamá Linda apoya a sus hijos aunque le hubiera gustado tener una vida más parecida a la de los vecinos modélicos; papá quiere pero no puede; a Katie no la entiende nadie, solo sus futuros compañeros. El menú tiene las dosis justas de disfuncionalidad para volver queribles y empáticos a los personajes, al tiempo que trabaja como pilar emotivo de un relato que rápidamente abraza la aventura. Sucede a partir de que el ejecutivo de una empresa digital lanza al mercado unos robots pensados como una versión superadora del asistente inteligente de sus celulares, unas criaturas de chapa blanca y cuello y articulaciones negras muy parecidas a los Stormtroopers de Star Wars y con una avanzada inteligencia artificial. Es así que ponen en marcha una rebelión contra los humanos, que ven con pavor cómo los electrodomésticos enloquecen, se mueven solos y escupen rayos eléctricos. Los héroes involuntarios a cargo de salvar al mundo serán, claro, los Mitchell.
Es cierto que responder a ese gigante cada vez más gigante llamado Disney, con sus negocios, tradiciones temáticas y múltiples públicos a satisfacer, probablemente opere como límite artístico para Pixar. Tan cierto como que La familia Mitchell… no fue producida por una pyme sino por Sony, con miras a un estreno en salas que, pandemia mediante, finalmente no ocurrió. Una lástima perderse en pantalla grande una película así de moderna y con la inteligencia suficiente para dialogar con los parámetros mega veloces contemporáneos sin resignar timing cómico ni ideas visuales elaboradas. Hay muchísimos ejemplos de timing e ideas, en su mayoría de buenas para arriba: el perro-cerdo, por ejemplo, es puro slapstick mudo; la pareja de robot fallada; las aspiradoras que se mueven en manada; los vecinos presentados como un foto de Instagram en movimiento. Hay tantas a lo largo de las casi dos horas que por momentos el asunto es agotador. Eso sí, un agotamiento feliz, como el de después de ganar un partido de fútbol.
Fuente: Página/12