Washington cree que ha llegado el momento de intensificar sus ataques a cuanto gobierno díscolo ante sus órdenes existe en la región. En los últimos días hemos visto el sospechoso asesinato del presidente de Haití, con un modus operandi que lleva la impronta de la CIA. También el brutal ataque de paramilitares y narcos colombianos, equipados con armas de guerra, en la Cota 905 en los alrededores de Caracas y disparando a mansalva a pobladores sorprendidos por la insólita e inesperada agresión. La ofensiva en contra de Nicaragua fue adquiriendo fuerza a medida que las encuestas de opinión anticipaban una rotunda victoria del sandinismo en las próximas elecciones presidenciales.
Y ahora Cuba, sometida desde hace sesenta años a una campaña de agresiones de todo tipo que, obvio, no podía dejar de tener profundos impactos sobre la vida económica cubana. Imaginemos lo que hubiera ocurrido en cualquier otro país que hubiese estado sometido a tan brutal acoso durante tanto tiempo. Se dice fácil pero, ¡no hay antecedentes en la historia universal de una nación que haya sido agredida sin pausa por otra a lo largo de sesenta años! Tengo para mí la convicción de que ni siquiera Estados Unidos habría resistido ese ataque durante tanto tiempo. Seguramente habría implosionado peor que la Unión Soviética, en una orgía de sangre impulsada por el gigantesco arsenal de armas de fuego en manos de la población civil. Para ni hablar de lo que hubiera ocurrido en Argentina, Brasil, México o Colombia de haber sufrido el acoso que viene padeciendo Cuba.
Lo que Washington ha estado haciendo se llama genocidio porque el bloqueo, condenado casi con absoluta unanimidad por la comunidad internacional, provoca enormes sufrimientos en la población. Esas políticas matan, enferman, provocan hambre y privaciones indecibles. Son, en pocas palabras, un crimen de lesa humanidad. Estados Unidos fue preparando el terreno para el asalto actual en los últimos años, con un bombardeo sistemático, multimillonario, comprando endebles o ambiciosas voluntades, apelando a las redes sociales y sus fatídicos alroritmos, las “fake news” y el coro formado por su peonada de politiqueros de pacotilla y pérfidos agentes de propaganda disfrazados de “periodistas serios e independientes.” Con una maldad inconmensurable Washington intensificó las medidas del bloqueo cuando estalló la pandemia, gesto que es suficiente para desnudar el infamia moral del imperio, su verdadera naturaleza.
Algunas protestas actuales son comprensibles; otras, probablemente la mayoría, son producto de los dineros y la enorme campaña de desestabilización urdida por la Casa Blanca. Si bien tienen una magnitud muchísimo menor de lo que dice la corrupta prensa hegemónica, la dirigencia de la Revolución se hizo cargo de las mismas y explicó la génesis de esos padecimientos que movilizaron a las calles a pocos cientos de cubanas y cubanos. Que han habido errores de gestión macroeconómica; o que las recientes medidas de la unificación cambiaria fueron inoportunas, tal vez tardías; o que los precios relativos se descuadraron considerablemente es indudable. Pero sería absolutamente incorrecto tratar de explicar esos problemas y la reacción de algunos sectores sociales ante ellos sin tomar en cuenta los desquiciantes efectos de un bloqueo que se extiende por seis décadas. He visto y oído estos días a sesudos analistas hablar de los problemas de la economía cubana sin pronunciar ni una sola vez la palabra “bloqueo”. Su ansiedad por recibir la afectuosa palmadita del Tío Sam es tan grande que los lleva a soslayar por completo el papel fundamental que aquél desempeña en el (mal)funcionamiento de la economía cubana.
Restricciones para importar y exportar, para adquirir alimentos, medicamentos, insumos médicos, repuestos para el transporte o la energía eléctrica; o debiendo pagar fletes extravagantes por los bienes que entran o salen de la isla, con bancos y agentes comerciales renuentes a hacer negocios con Cuba por las sanciones que el brutal Goliat del Norte promete a quienes violen el bloqueo. Si bajo esas condiciones la Revolución Cubana fue el único país de la región con capacidad de producir sus propias vacunas para combatir a la covid-19 (para vergüenza de Argentina, Brasil, Chile o México) y si durante todas estas décadas pudo garantizar acceso universal y gratuito a elevados estándares de atención médica, educación, seguridad social, deporte, la música y la cultura es porque la Revolución ha sido tremendamente exitosa. De lo contrario nada de esto se habría conseguido.
Por lo tanto, quienes se erigen en jueces de Cuba y no tienen en cuenta en sus explicaciones el papel decisivo, insoslayable, que en sus actuales infortunios ha jugado la obsesión estadounidense por apoderarse de esa isla no merecen más consideración que la que podría tener un comentarista que al hablar de la Segunda Guerra Mundial y sus estragos obviara mencionar la palabra “Hitler”. ¿Cómo calificaríamos a ese personaje? Como un inmoral, un charlatán a sueldo , en este caso del imperio que reproduce, con aires de “objetividad científica,” el discurso legitimador de un genocidio.
A lo largo de la historia Cuba -la patria de Martí y Fidel, de Camilo y el Che- ha dado sobradas muestras de patriotismo. Podrá su gente reclamar con fuerza por los problemas actuales, pero de ahí a ponerse de rodillas para ser sometido al yugo de los herederos de los marines que orinaron la estatua del Apóstol en el Parque Central; o de la oligarquía que sólo ambiciona retornar Cuba a su condición colonial; o de los blogueros e “influencers” dispuestos a arrojar su dignidad nacional a los perros por un puñado de dólares hay un enorme paso. Y el pueblo cubano jamás lo dará, aunque tenga que morir en el intento.
Fuente: Página/12.