Por: Francisco Parada Walsh* |
0-10 años: Recuerdo que mi padre, quien atendió mi parto comentaba que yo había sido el único niño que se rió al nacer y que, después de ese breve coqueteo con la vida, empecé a llorar como todo niño, como todo enamorado.
Todo es difuso, no recuerdo mucho de mi primera infancia, que fui a kínder sí lo recuerdo; me fascinaba ver aquel programa de “El Zorro” y “El Hombre del Rifle”, y guardo un recuerdo tan vívido cuando al tipazo de “El Hombre del Rifle” lo tenían atado a un árbol y estaba a punto de morir, fue tal mi angustia ante la muerte de mi héroe que empiezo a llorar, quizá ni una lágrima había salido cuando tenía a mi tata con el cincho en la mano, mientras me zampaba un par de cinzachos me dice: “Ve por quién putas estás llorando, llore cuando se muera su tata, cabrón”. Y No lloré cuando él murió.
Paradojas de la vida. Recuerdos borrosos que quisiera olvidar pero son los más dolorosos que un niño pueda sufrir. El accidente automovilístico donde murieron mis hermanitos, sobreviví a tal fatal accidente. Aun, no encuentro el por qué sigo en este mundo. Debo subir de grada, ese dolor me punza.
Ante esa tragedia, mis padres me dieron todo lo que quería, y siempre era el primero en tener sea la mejor bicicleta, el disco de “Titanes en el Ring”, un moderno fusil de balines y hoy, a mi edad no estoy de acuerdo que a un niño se le de todo, no, la vida no es esa, al contrario, eso fue y es adverso a mi persona.
11-20 años: estudiaba aun en Berlín. Antes de empezar octavo grado en el colegio García Flamenco, fui a Estados Unidos a estudiar inglés, el dinero no era problema, me fascinaba los perros calientes que vendían frente a mi escuela privada, eran cinco dólares al día, hablo de 1976. Un mundo aparte caminar por el Wilshire boulevard y ver a famosos artistas, no olvido a Alice Cooper en un Rolls Royce convertible manejado por su motorista y él, con su largo cabello al aire.
Llego al colegio y todo es diferente a mi pueblo, a mi Berlín; compañeros rubios con dientes rubios, carros de lujo, yo era un total aborigen y debí capear ese temporal y tuve que esforzarme el doble pues todo era nuevo; los profesores, la comida, el tráfico, la familia. Una etapa difícil en ciertos aspectos, estudiaba las mentiras que se deben estudiar, empecé a hacer amistades, conocer lugares, pasé a noveno grado, los recuerdos son borrosos.
Ya en primer año de bachillerato me había incorporado al grupo, ya no me sentía raro, al contrario, cada día era una alegría, y en una de esas locuras que jamás olvidaremos los involucrados se me ocurre darles una pastilla de rohypnol a varios compañeros; unos dormían, otros gritaban, otros vomitaban; tenía que haber un responsable, y al día siguiente estaba en la dirección, fui expulsado por quince días y debido a esa situación decidí estudiar con ahínco y fue ese mes de agosto de 1979 que pude vencer al que siempre se llevaba el primer lugar, me refiero a mi Amigo Rafael Merazo, quien me dio la mano, me felicitó y ahí, construimos una amistad que perdura a la fecha.
Recuerdo que quien me daba una materia social, olvido el nombre de la materia, era un buen hombre, de repente desaparece, creo que es Rafael Mendoza, no sé si es el nombre correcto que junto a Enrique Álvarez Córdova son ejecutados por los escuadrones de la muerte. Ya empezaba a oler vientos de guerra.
A los 17 años me gradué de bachiller, sabía que debía entrar a la universidad y teniendo a mi padre como ejemplo, todavía miraba valores en él, decidí entrar a estudiar medicina. Otro ambiente, otro mundo. Mi colegio era solo para varones, y llegar a la universidad y encontrar a bellísimas compañeras fue un cambio total; igual sucedió, todo era nuevo, el estudio más exigente, era 1982 cuando conocí a Ricardo Guevara Mora, el portero de la selección de futbol, gran persona; mi amigo Jaime Javier Tovar Pinto se vuela la cabeza de un disparo, otra pérdida, ese día fue un viernes 5 de noviembre de 1982, al día siguiente tenía examen de estadística, llegué desvelado y le dije al orientador que me calificara en el momento, revisó la papeleta y me dijo: Tenes diez.
Se lo dediqué a mi amigo Jaime Javier. Estudiaba con mucha dedicación, siempre solitario y tuve la oportunidad de haber conocido a un mentor, un Maestro en mi vida, a pesar de solo llevarme un par de años le agradezco tanto a Francisco Rovira, un genio, un fuera de serie, él se calificaba y sabía que en todo tenía diez; entendí que el que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija.
21-30 años: En esta etapa hubo muchos cambios, viví la ofensiva “Final” de 1989 en carne viva, eso cambió mi concepción de lo bueno y de lo malo, de qué es ser médico, de qué es ser soldado, de qué es ser guerrillero; creo que esa triada está enmarcada mi vida; quizá practiqué la eutanasia en un paciente que sufrió quemaduras en el cien por ciento de su cuerpo cuando la guerrilla le dio fuego a una gasolinera a la entrada de Zacatecoluca, le empapé sus labios con agua helada y le di a beber pequeños sorbos, en horas murió y decidí retirarme de ese infierno, siempre he tenido mis prioridades claras, en ese momento era mi madre la razón de ir en busca de ella, ya la vida la había castigado demasiado y era mi deber buscarla para que todos estuviéramos en paz.
Murió mi madre, quien dejó un vacío enorme en mi alma y aun, no logro llenarlo; era y es mi luz y aun, por momentos vivo en total oscuridad. En esta década me casé, una vida diferente, dos personas, dos árboles con raíces diferentes se juntan y debemos ser unidos y a la vez, independientes.
*Médico salvadoreño