Las reformas legales que permiten el establecimiento de jueces sin rostro y que el juicio se lleve a cabo en ausencia del acusado deterioran aún más un sistema judicial que nunca fue decente, pero que había dado algunos pasos importantes hacia la independencia y la calidad profesional.
El deterioro comenzó con el control inconstitucional de la Sala de lo Constitucional y continuó con una ley de la carrera judicial claramente irregular e incoherente con convenios internacionales debidamente ratificados; una ley que discriminó por edad y retiró a los jueces de 60 o más años de edad. A esto se sumó la potestad de la Corte Suprema de Justicia de trasladar, de un modo caprichoso y arbitrario, a los jueces de segunda instancia, e incluso rebajar sus funciones.
En estos tiempos de estado de excepción, la presión y el miedo hace que los jueces pasen a instrucción a grupos de hasta 300 personas, desprovistas de defensa real y sin más indicios de culpabilidad que la existencia de tatuajes o la simple sospecha policial. Aunque hay jueces decentes y honorables, la presión mediática, la indefensión de los acusados y la contratación masiva de nuevos jueces obedientes al Ejecutivo están arrasando con la independencia judicial y con estándares elementales de justicia y de derechos humanos.
La mayoría de veces, los procedimientos tanto de detención como de enjuiciamiento son irregulares e incumplen la normativa vigente. La impunidad de los jueces, mientras le den gusto a Casa Presidencial, se ha vuelto absoluta. En la práctica, el prevaricato y otras formas de violar la legislación vigente han dejado de existir como delito.
Los derechos de los acusados quedan casi siempre severamente dañados. Las instituciones internacionales a las que el país les debe respeto y obediencia, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, carecen de relevancia ante jueces partidarios del poder arbitrario de las autoridades nacionales.
No importa que la Corte Interamericana haya dicho en una sentencia que “los juicios ante jueces sin rostro o de identidad reservada infringen el artículo 8.1 de la Convención Americana [sobre Derechos Humanos] pues impiden a los procesados conocer la identidad de los juzgadores y por ende valorar su idoneidad y competencia, así como determinar si se configuran causales de recusación, de manera de poder ejercer su defensa ante un tribunal independiente e imparcial”.
El hecho de que dicha Convención haya sido ratificada por El Salvador y forme parte de la legislación nacional, incluso por encima de las leyes secundarias del país, les tiene sin cuidado a quienes han decidido convertir al poder judicial en uno de los brazos opresivos del Ejecutivo.
Para colmo de males, el Gobierno desarrolla una campaña que anima a denunciar anónimamente a presuntos “terroristas”. El denunciante no es necesario que se identifique ni, por supuesto, es llamado posteriormente como testigo.
Basta denunciar para que la Policía detenga y la Fiscalía acuse del delito de asociaciones ilícitas. Si el caso pasa a fase de instrucción, como es hoy lo común, el acusado puede pasar en torno a dos años encarcelado para ser puesto después en libertad, si es que hay suerte.
La venganza calumniosa, la mentira envidiosa o el simple afán de hacer daño a otros cobra cuerpo gracias a este mecanismo de denuncia anónima. La figura de jueces sin rostro facilita la arbitrariedad, la injusticia y la impunidad. Defender los derechos humanos es hoy una tarea urgente. No se trata de no perseguir el crimen, sino de garantizar el respeto a los derechos de todos.