Estoy en Porto Velho, profundo corazón de la Amazonía. Mis libros suelen llevarme de viaje, esta vez me trajeron aquí. Para cumplir con la invitación de la Universidad Federal de Rondonia y brindar un seminario sobre Desmemoria y su siniestro rol como madrastra de la historia oficial, debí tomar tres aviones. Obvio, no hay nada directo desde Buenos Aires. Me enviaron un primer tramo a San Pablo, el siguiente a Brasilia y de allí el último vuelo me dejó en Porto Velho a orillas del río Madeira.
Por: Marcelo Valko*
Durante el viaje, observé por la ventanilla enormes claros desforestados en favor de la soja transgénica facilitados por Bolsonaro y la demencia capitalista. Nada es más frágil que el suelo de la selva. Es una tragedia que la realidad se subordine a las leyes de la rentabilidad que dicta el mercado en detrimento del planeta. A las 8 de la mañana, el calor húmedo y agobiante se hace notar y me retrotrae a los años de mi niñez en Paraguay. Un siglo atrás, esta tierra virgen comenzó a ser violentada por caucheros y garimpeiros, desalmados buscadores de oro que imponían su ley de codicia a cualquier costo.
Opté por evadir el aire acondicionado del interior del Rondon Palace y me instalé bajo un quincho junto a una piscina del hotel como una manera de ambientar este texto al lugar. Escribo descalzo. El calor no solo se siente, sino que también se percibe, se mastica, invade con su luminosidad la mañana y se aprecia en la exuberancia de las plantas ornamentales del lugar y en las pieles de las estudiantes que se alojan en el hotel y pasean su hermosura con el mismo desenfado de aquella famosa garota de Ipanema.
Numerosos colegas de la UNIR, nacidos y criados en esta ciudad, me cuentan asombrados que no recuerdan cómo vivían antes del aire acondicionado: “não me lembro”. No es una ola de calor de un par semanas sino constante y como suele decirse “sin una gota de viento”. Claro que los habitantes de la infinidad de casitas de madera que observé en la barranca de la ribera durante los paseos a los que me llevaron nunca tuvieron, tienen ni tendrán esa disyuntiva en su memoria.
El Madeira impresiona por su caudal, y eso que aún no comenzó la temporada de lluvias. Su torrente es una suerte de sangre nutricional de la selva que se transforma en progenitora hasta del mismo Dios de los cielos, no en vano rio arriba su cauce fue bautizado con el sugestivo nombre de Mae de Deus. Afortunadamente en la margen contraria que enfrenta a la ciudad, la vegetación permanece casi intacta y ofrece un sinfín de tonalidades que impactarían al mismo Lorca obligándole a reescribir su “verde que te quiero verde” para hacerlo aun más verde. Varios de esos barcos blancos de dos pisos que se ven en las películas del trópico y que transportan todo lo que se les ocurra a sus pasajeros, están atracados en un pequeño muelle y me recuerdan tomas de Werner Herzog en Fitzcarraldo con el endemoniado Klaus Kinski. Algunas mujeres lavan ropa en la orilla. Respiro la humedad de la selva y pienso que lejos y atrás en el tiempo queda mi casa porteña.
Mientras escribo esta nota, una empleada comienza a limpiar entre las mesas y quiebra la abstracción del relato, el Madeira se desvanece y me regresa al quincho de la piscina del hotel. Le pregunto si molesto, con una amplia sonrisa responde que me despreocupe fique a vontade (está en su casa). Le devuelvo la sonrisa. Es constante la amabilidad en el trato de las pequeñas cosas que me obliga a reflexionar con pena sobre todo lo que nos quitó la vorágine de Buenos Aires.
Me cuentan que los primeros destacamentos militares destinados a Rondonia, padecieron este destino como si los hubieran condenado al infierno. Y aunque los soldados junto a los caucheros y garimpeiros exterminaron prácticamente a los indígenas, la naturaleza tomó revancha y acabó con infinidad de uniformados.
Comentan que las mujeres de los militares enloquecían. El calor aplastante, más aún dentro de los ropajes de sus vestidos, las condenaba a un quietismo desesperante. No tenían voluntad de nada. La noche por otra parte, no brinda el descanso esperado. Rodeadas de nubes de insectos, la tela del mosquitero que cubría las camas, creaba un ambiente aún más sofocante y opresivo. Las sábanas empapadas de sudor se pegaban a los cuerpos. Muchas, entregadas a la desesperación buscaron la paz del suicidio.
Existen aún restos de un ferrocarril que traía madera desde lo profundo de la selva, vi algunos tramos sepultados por una cerrada cortina vegetal que me invita a soñar con exploraciones en busca de civilizaciones extintas como la Ciudad Z que engulló al coronel Percy Fawcett. Aseguran que su construcción consumió las vidas de tal cantidad de trabajadores que cada durmiente representa al menos un muerto. Las salvajes condiciones laborales y la malaria acabaron con miles de ellos. La historia parece esforzarse siempre por mostrar el mismo feo rostro en nuestros países dando la razón al poeta León Felipe cuando dice “quien lee diez siglos de historia y no la cierra al ver siempre las mismas cosas con distinta fecha”.
Sin embargo, como acotaría Neruda “a los lejos alguien canta, a lo lejos”, y es cierto, aunque quizás no tan lejos, porque unas mesas más allá de donde estoy escribiendo en una notebook que me facilitó un colega de la UNIR, acaba de instalarse un grupo de estudiantes alojados en el hotel que anoche asistieron a mi conferencia. Comienzan a cantar acompañados de una guitarra mientras el corrector de la PC brasilera, me interrumpe marcando infinidad de errores que mi incapacidad informática no logra evitar.
Dos chicas que tal vez ignoraban que el hotel tenía piscina, se tiran al agua en short y remera. El resto canta un rap tan veloz y cerrado que me cuesta pescar el sentido. Ayer un profesor aseguró que al lado de la cadencia musical del portugués, el español resulta duro, rígido, helado. No tengo elementos lingüísticos para avalar o contradecir ese juicio, todos los idiomas tienen lo suyo, pero sin duda advierto la cadencia del idioma.
Es melodioso, con una tonalidad suave, con la ondulación cálida de un caminar femenino. Las chicas salen de la piscina chorreando agua y se suman al coro alegre de los cantantes del rap. Como me ven escribiendo en mi mesita, solo como loco malo, uno de los estudiantes se acerca y me pregunta si sus cantos me molestan. Les respondo que no, de ninguna manera, ¡claro que no! Regresa satisfecho al grupo, que ahora canta con más fuerzas y me envía una sonrisa cómplice.
Parece mentira que mañana a esta hora, mientras las plantas que adornan este quincho sigan creciendo en medio de una humedad fantástica que las nutre y acaricia y mientras estos estudiantes u otros, sigan acompañando con su alegría procesos de justicia y rescate de la memoria que fue tergiversada por las elites de aquí y allá, mi tercer avión estará próximo a regresarme a Buenos Aires.
*http://marcelovalko.com Es lento, pero viene…