In memoriam
Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez
En el 43º Aniversario de su martirio
Por: Miguel Blandino
Casi siempre asoma la inocencia en la cara de susto y hasta de angustia que uno tiene cuando lo acusan de algo malo que no ha hecho. Inclusive cuando la acusación es en la casa o en la escuela y, por lo tanto, no va a trascender demasiado.
Pero es mucho peor, porque no es lo mismo, si la acusación es hecha por alguien con poder suficiente para hundir al señalado en la cárcel o en la tumba. Entonces la cara es de espanto, de pavor. Se queda uno estupefacto, aturdido, desconcertado, con la mente en blanco, sin capacidad de respuesta inmediata. Se siente como si toda la sangre se le fuera a uno a los pies, palidece y se pone a sudar el frío del cuerpo que se queda sin alma.
Por el contrario, los que sí se saben culpables tienen pintada en los labios una risita cínica y también retadora -aunque lo nieguen todo, hasta su propio nombre-, como Ovidio “Ratón” Guzmán, que dice que él no es él.
Algo parecido a un mazazo fue lo que sentí una madrugada de marzo de 1984, cuando estaba solo en la casa a la que me había trasladado una semana antes, lavando a mano mi ropa de la semana. Lo del traslado era por razones de seguridad, especialmente por la familia. De hecho, la única que conocía aquella casa a la que me había pasado era mi abuelita Fide. Y eso por la sencilla razón de que los muebles que yo usaba y ella cuidaba celosamente, eran de la casa de mi mamá, que había tenido que irse al exilio en 1980, con mi hermanita, por las amenazas explícitas del Mayor Roberto D’Aubuisson Arrieta.
Pero no fue por la sorpresa de oír unos toquecitos furtivos y acompasados a la puerta. No, eso no. Ya había quedado con mi abue Fide aquel modo de avisar para que yo supiera que se trataba de ella… a propuesta de la propia viejita conspiradora que había cumplido 84 años conociendo tiranías.
Aunque en realidad aquella medida de mi querida abuelita era totalmente innecesaria, porque cualquiera sabía en todos los rincones de El Salvador que cuando eran los escuadrones de la muerte –o lo que es lo mismo: la guardia, el ejército, la policía, haciendo lo que hacían en sus horas extras-, se oían frenazos de carros grandes, gritos, insultos, patadas y culatazos a las puertas, nada de sigilo, sino escándalo para meter miedo o para sacudirse su propio miedo.
Pero mientras iba del lavadero a la ventana, para asegurarme antes de abrir la puerta de la calle, una idea que siempre me acompañó cruzó como un relámpago, un chispazo, por mi mente: mi mamá, “se murió mi mamá”. Esa imagen-idea me pasaba por los ojos vívidamente cuando estuve en medio de verdadero peligro. Y también aquella madrugada al confirmar la identidad de la Fide, porque una visita a aquella hora no podía ser por nada bueno.
La hice pasar y vi que me miraba con ojos escrutadores un par de segundos antes de preguntarme ¿Qué no te has enterado, no sabes nada? Me quedé más perplejo todavía porque ella sabía perfectamente bien que yo no tenía teléfono en aquella casa ni en ninguna otra parte.
¿Qué pasó? Fue lo que respondí a su pregunta, más extrañado que alarmado. “¡El hijuelagranputa de D’Aubuisson dice que vos mataste a Monseñor!” me soltó sin ninguna anestesia. Ella solo decía malas palabras cuando alguien le hacía algo realmente malo sin motivo a alguno de sus seres entrañables. Era justa, recta, incapaz de ofender a nadie si no era en defensa propia o de nosotros. Y valiente. Tanto, como para estar a sus ochenta años en la Catedral Metropolitana, la fatídica mañana de la misa de cuerpo presente del cura Romero, a la hora de la masacre.
Lo dijo con mucho enojo y convicción y preocupación. Yo me quedé lelo. No sé de qué manera continuó su discurso y tampoco supe jamás que fue lo que me dijo. Yo regresé a lavar mi ropa, la exprimí con fuerza para que se secara rápido y la colgué en las pitas del patio que iban de un limonero a un naranjo, que estaban bien cargados y de los que nunca tomé ni un jugo.
Me vestí, me amarré bien los zapatos, y le pedí que me esperara mientras iba a hacer un recorrido de reconocimiento alrededor de la casa mientras buscaba un taxi. A esa hora ya estaba con todos mis sentidos alertas. Regresé en el taxi, le pedí al taxista que esperara y luego nos llevó a la entrada del Hospital Centro Ginecológico, donde siempre había guardias nacionales y soldados, porque estaba a unos metros de la embajada americana.
La acompañé a la casa de mi tía, la hermana de mi mamá, y mientras caminábamos me contó que la noche anterior, en una cadena nacional pagada por el Partido ARENA, el Mayor D’Aubuisson había presentado a un supuesto guerrillero que decía que había participado en el magnicidio, dándole seguridad al francotirador –un mercenario, asesino a sueldo, colega del venezolano Illich Ramírez Sánchez, el famoso “Chacal”-.
Nos despedimos. Me pidió las llaves de la casa y se las dejé para que sacara todas las cosas. Me preguntó si habían cosas peligrosas, prohibidas, le dije que no. Nos besamos, nos abrazamos, me bendijo, le prometí que en cuanto pudiera le iba a hacer llegar noticias y nos dijimos adiós.
Me fui caminando hacia el Boulevard Los Héroes, meditabundo, pero más alerta que una ardilla nerviosa.
“Aunque por mi aspecto actual nadie puede relacionarme con el tipo del que ha hablado el Mayor en su entrevista con el supuesto cómplice del magnicida”, me iba diciendo para tranquilizarme. No tienen fotos mías, iba pensando. Todo es parte de la urgencia del asesino de limpiarse la cara ante los católicos. No de los de la derecha que aplaudieron y salieron a la calle con sus pistolas y ametralladoras a hacer disparos al aire cuando se enteraron del asesinato del que era la Voz de los sin Voz.
Pero, bueno, debo hacer algo y rápido para mantenerme con vida. ¿Por qué me escogió precisamente a mí?, me preguntaba.
El Mayor sabía que yo estaba muerto, porque eso salió en una noticia de Associated Press, firmada por el periodista Filadelfo Alemán Robleto, a la sazón Jefe de Redacción de La Prensa, la que al momento de ser asesinado dirigía el mártir Pedro Joaquín Chamorro.
En su nota, Filadelfo decía que a fines de mayo de 1979 los guardias somocistas habían matado a un estudiante universitario salvadoreño, y que su cuerpo había sido encontrado tirado en una calle en el Mercado Oriental de Managua, a pocas cuadras de la Universidad Privada Autónoma CES, de la que el joven era dirigente estudiantil, y que estaba relacionado con la insurgencia sandinista.
Y D’Aubuisson, el ex jefe de inteligencia del gobierno salvadoreño, sabía bien que nadie iba a desmentirlo si decía que yo era el magnicida porque era el hermano de un guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), cuyo apresamiento y juicio hizo famoso su apellido, nada común en El Salvador.
En efecto, fue capturado a fines de 1976, con una herida de bala en el pecho y sometido a proceso, condenado y años más tarde amnistiado, tras el golpe de Estado contra el Coronel Carlos Humberto Romero, y vuelto a capturar tras el asalto al local del Partido Demócrata Cristiano, vuelto a procesar y absuelto por un tribunal de justicia.
Noticia siempre, porque hasta estando preso daba de que hablar, como cuando los presos políticos fundaron un frente de guerra en la propia cárcel que encabezaban tres guerrilleros: Roger Blandino, Bernabé Recinos y Toño Morales Carbonell.
Pero también por ser hijo de una mujer que, junto a otras pocas señoras, y con la ayuda inestimable de Monseñor Romero, habían fundado el Comité de Madres de Presos, Desaparecidos y Asesinados Políticos de El Salvador.
Mujeres sin estudios, que aun siendo muy pocas y estar bajo asedio se dieron a la tarea de buscar y recoger los cuerpos que dejaban los escuadrones de la muerte, fotografiarlos, tomar sus señas, conseguirles ataúdes y darles sepultura humana. Y hacer bulla.
Ocupaban oficinas públicas para hacer sus denuncias, hacían huelgas de hambre, para denunciar a las autoridades. Y allí andaba la señora de Blandino. Visitando en Cuernavaca a Don Sergio Méndez Arceo o a las mujeres indígenas de la cordillera de Los Andes de Perú y a los universitarios de la Nacional Mayor San Marcos.
Entonces, D’Aubuisson -en aquellas elecciones de marzo de 1984, cuando era candidato a la presidencia- sabía que mi apellido estaba muy en la mente de la gente por su relación con la oposición a la tiranía militar.
Sabía que el del ERP andaba en la montaña, que la mamá y la hermana estaban en Nicaragua y el otro, o sea yo, muerto. Nadie iba a ir a desmentirlo si decía en cadena nacional que el asesino era Miguel Blandino.
Pero no estaba muerto, y aunque no andaba de parranda, el muerto revivió.
Después de caminar algunas horas, dando vueltas por San Salvador, seguro de que mi compañía no era buena para nadie, encontré un antiguo maestro de secundaria que me dio posada; desde ahí contacté a un joven sindicalista quien hizo el contacto con la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (CDHES); ellos buscaron al corresponsal de guerra de NOTIMEX, Epigmenio Ibarra, quien organizó a la prensa, y se escogió la tumba de Monseñor Romero para dar una conferencia a la prensa extranjera, para que diera mi versión de las cosas, que en pocas palabras era: yo no fui, D’Abuisson fue el que dio la orden y Napoleón Duarte –el otro candidato a la presidencia- lo ha encubierto todo, los gringos lo saben todo y callan.
Por cierto, la noche antes de la conferencia de prensa los abogados de la CDHES me sacaron de la casa de mi viejo profesor y me llevaron a un terreno baldío que existía frente al colegio García Flamenco, a la champa de una viejita pordiosera que me ofreció unos cartones para que no durmiera en el polvo. Previamente me habían llevado a presentar mi testimonio ante la Doctora María Julia Hernández, Directora de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador.
La mañana de la conferencia los abogados de la CDHES pasaron por mí, y nos fuimos a la Catedral Metropolitana.
Los guardias, soldados, policías, orejas y curiosos que estaban en los alrededores del Palacio Nacional, frente a la Catedral, al ver al montón de periodistas extranjeros con sus cámaras entrando a la enorme edificio eternamente inconcluso, fueron a ver qué estaba pasando.
De pronto me vi rodeado de un montón de cámaras y de uniformados con todo su equipo de combate. Ni modo, pensé, si a Monseñor lo mataron por decir la verdad, mientras daba la misa, a mí no me van a tratar mejor. Ni modo, si es lo último que voy a decir, que sea mi verdad: los dos candidatos no son para la presidencia, sino para el presidio, por genocidas, y los culpables de esta situación que vivo yo son los gringos, porque ellos saben bien quien fue y se callan. No les importa qué pase conmigo, un hombre pobre, común y corriente.
Al finalizar, Epigmenio y los abogados me llevaron a la Embajada de México, donde me recibió la esposa del Encargado de Negocios, porque en esos días no había embajadores de El Salvador en México ni de México en El Salvador, desde la Declaración Franco Mexicana.
Aquel era el último día de la campaña. Los noticieros del mediodía dieron la nota. El Mundo y el Latino, vespertinos, hicieron espacio. Se armó la grande.
Por la noche hubo cadena nacional. Dicen que se la pagó la embajada al candidato Napoleón Duarte, y que presionaron a todos los medios televisivos y radiofónicos para que dieran el espacio. El Licenciado Julio Adolfo Rey Prendes, un jerarca del Partido Demócrata Cristiano, y mano derecha de Duarte, fue con toda su voz ronca de abogado fumador empedernido ante las cámaras y micrófonos a decir “no, no fue él. De hecho, tampoco el hombre que D’abuisson puso a acusarlo pudo haber estado en la escena del crimen, porque el día del magnicidio estaba preso por contrabando de armas”.
Aquel domingo siguiente era 24 de marzo, cuatro años después del asesinato más grande del país. En un carro con placas diplomáticas me llevaron al aeropuerto internacional de Comalapa, hoy Monseñor Romero, y me fui bajo la protección de la bandera tricolor a llorar mi súbito destierro. Pero esa es otra historia, de la que tengo dos hijos, nietos, amores imposibles de arrancar del pecho y de la memoria, una gratitud inmensa por la gente incomparable de ese México tan como yo, sencillo y pobre, pero inmensamente solidario.
Yo no estuve ahí, pero me acusaron de haberlo matado. Así como en esta hora hay tantos presos inocentes, con menos suerte que la mía, a los que nadie les hace caso cuando dicen “yo pasando iba cuando me agarraron”.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez solía decir –y es cierto-, que la justicia es como la serpiente: solo muerde a los descalzos. Para todos esos miles de hombres y mujeres que están presos sin ser culpables de nada, sino de su propia pobreza, este recuerdo y esta denuncia.