El presidente Bukele cerró su cuarto año de gobierno con grandes noticias.
En el escenario perfectamente organizado de la Asamblea Legislativa, presentó tres proyectos, dos de ellos legislativos y el otro, propio del Ejecutivo, de lucha contra la corrupción, que estrenó inmediatamente mandando al fiscal general a ocupar propiedades del expresidente Cristiani.
No rindió cuentas, no dijo nada de los problemas gubernamentales con los derechos humanos, la economía del país, la deuda y los atrasos de sus proyectos estrella. Solamente insistió en la derrota de las pandillas y en la tranquilidad que ello trajo a la ciudadanía.
Ni una palabra, por supuesto, sobre los medios utilizados: militarismo, cerco a comunidades, detenciones sin garantías jurídicas.
La prepotencia frente al pensamiento distinto se expresó a través de una burla presidencial a la reducida oposición parlamentaria. Quien todo tiene controlado suele pensar que no hay que dar importancia a las críticas.
En el caso de Bukele, lo que le interesa es sorprender, poner en el tablero de discusión y debate lo que realizará desde el poder, y obligar que se olviden temas críticos.
La reducción del número de municipios y de diputados fue el gran anuncio. La Asamblea y el corro de invitados aplaudían emocionados. Sin embargo, el mandatario no dio ninguna explicación sobre los criterios utilizados para definir dicha reducción.
No hubo consultas previas y da la impresión de que tampoco las habrá en el futuro. Reducir municipios puede ser necesario; es una manera de mejorar las posibilidades de desarrollo en un territorio más amplio. Si se sabe hacer, podría contribuir a evitar la despoblación del campo.
Pero hacer una reducción tan drástica sin estudios conocidos y sin abrirse al diálogo con los habitantes presagia una situación caótica, de mucha incertidumbre y contradicciones.
Todo apunta a que los intereses electorales están de fondo, pues al ampliarse el territorio de los municipios, cambia también la influencia de los liderazgos preexistentes.
Y eso suele favorecer a quien maneja el poder y los recursos. Con respecto al número de diputados, hubiera sido interesante aprovechar el paso para reflexionar a fondo sobre la vinculación de los legisladores con el territorio y sus pobladores.
Tener diputados para simplemente entrar en el juego del poder y del beneficio personal no beneficia en nada a la ciudadanía.
Finalmente, la supuesta guerra contra la corrupción parece más dirigida a anular la capacidad de influencia de enemigos políticos que a combatir la falta de transparencia y corrupción enraizada en el Estado desde hace tantos años.
En definitiva, el discurso del mandatario se orientó a la propaganda y la espectacularidad, no a informar con datos sobre los aciertos y errores de su cuarto año de gestión.
Además, su modo de hablar y de actuar no deja dudas sobre su decisión de continuar un segundo período, tal como llama el vicepresidente a la inconstitucional reelección.
El diálogo, difícil desde el inicio del actual Gobierno, se complica aún más cuando las decisiones se toman de antemano y sin consulta.
El presidente está moldeando un país a su imagen y semejanza: sordo, intransigente, ajeno a la empatía, con la fuerza y el poder como único credo.