En los tiempos que corren, en el campo de la política están confluyendo, cada vez con mayor fuerza, la mentira y el fanatismo para justificar cualquier acción de las autoridades. Si antes hubo corrupción en el sistema judicial, hoy quienes están en el poder pretenden controlar a los jueces para que no haya corruptos.
Y en la limpia general del sistema se van tanto jueces probos como corruptos, que son sustituidos por magistrados fieles y obedientes al Ejecutivo. Si las instituciones de derechos humanos lanzan alguna crítica, se las acusa de defender criminales. La táctica es repetir incesantemente lo mismo para sustituir la verdad objetiva por un criterio establecido políticamente. Si en otros tiempos se tomaban decisiones arbitrarias desde el poder absoluto, hoy se toman desde la repetición sistemática de la mentira, que descalifica a toda persona o institución que se convierte en obstáculo para los fines de quien está al frente de la institucionalidad estatal.
En Centroamérica, el ejemplo más claro de esta forma de proceder es la actuación del régimen Ortega-Murillo. Es característica su tendencia a acusar de traición al que hace alguna crítica, de terrorismo al que usa con libertad la palabra, y de rebeldía o mentira a quien no baja la cabeza y descubre las contradicciones del régimen. Esto mientras se repite sistemáticamente que Nicaragua es “cristiana, socialista y solidaria”, encarnando Ortega y Murillo la esencia de esas cualidades. Quienes no siguen las consignas oficiales se exponen al destierro o al encierro, se les clasifica de enemigos y comienzan a ser tratados como cosas que estorban. Cuando el poder se convierte en una fuerza autorreferente, busca despersonalizar a sus enemigos. Así lo hicieron Hitler y Stalin.
En este ambiente de manipulación y de construcción de una realidad alterna caprichosa y arbitraria, debe defenderse siempre el valor de la persona humana. Si hay una verdad objetiva, más allá de las convicciones religiosas, es que la persona humana no pierde nunca su dignidad, incluso cuando es objeto de sanciones y castigos por acciones delictivas. Los derechos a la libertad de pensamiento y de expresión derivan de la dignidad de la persona y deben ser respetados. Por otra parte, la solidaridad es una condición ineludible para la sobrevivencia, pues lleva a socorrer a quien sufre. Hablar de solidaridad y cristianismo cuando se persigue a la religión y a quienes se solidarizan con el sufrimiento humano muestra la irracionalidad del poder.
La racionalidad humana y humanista, y la mayoría de las religiones buscan la convivencia amistosa, tolerante y dialogante. La instrumentalización de una realidad fabricada desde los intereses de los gobernantes o los partidos políticos lleva a la descomposición de los vínculos sociales y al doble y correlativo ejercicio de la ley del más fuerte y del sálvese quien pueda. Buscar la objetividad de la verdad en los derechos y valores básicos de la persona humana es el único camino de convivencia democrática y el único modo de generar felicidad social a largo plazo.