Familias campesinas intentan frenar expansión de caña de azúcar en El Salvador

Un cargador mecánico de caña llena un camión durante labores de zafra en el caserío Los Crespines, en el municipio de Ilobasco, en el centro de El Salvador. Comunidades como esta resultan perjudicadas por los daños ambientales que la industria azucarera genera, sobre todo el uso de agroquímicos y la práctica de la quema de cañaverales.

Organizaciones sociales y comunidades rurales de El Salvador se mantienen en pie de lucha contra la industria azucarera del país, que deja un rastro de daños socioambientales a las familias campesinas.

Por: Edgardo Ayala

Los impactos ambientales de ese cultivo son bien conocidos por los habitantes de estas comunidades que soportan los efectos, por ejemplo, de la práctica de las quemas de los cañaverales, que generan humo, calor y hollín, así como del uso intensivo de agua en los sembradíos de caña.

La aplicación en los cultivos de agroquímicos, por medios aéreos, es otra preocupación de los habitantes de caseríos del país que viven junto a amplias extensiones de cañaverales, manejados verticalmente en El Salvador por seis ingenios.

Un cortador de caña carga tallos del fruto para ponerlos en camiones de gran tonelaje, que los transportan a alguno de los seis ingenios de El Salvador, que controlan verticalmente toda la industria.

Impactos ambientales

“El veneno se echa al cañal, pero se consume y ¿a dónde va a parar? A los nacimientos de agua”, afirmó a IPS Mauricio Crespín, de 42 años, mientras realizaba tareas de albañilería en su casa, ubicada en el caserío Los Crespines, en el municipio rural de Ilobasco, en el departamento de Cabañas, en el centro de este país centroamericano.

El nombre de esa pequeña comunidad rural donde viven unas 200 familias, dedicadas mayormente a la agricultura de subsistencia, proviene de la existencia de muchas de ellas con apellido Crespín, cuyos ancestros se establecieron en ella hace décadas y su descendencia fue poblando la localidad.

“Regaron (agroquímicos) con avioneta y acabaron con los cultivos de cítricos de la comunidad en la zona de la ermita, se perdieron sin que nadie respondiera por el daño”: Carlos Avendaño.

Si bien el sector azucarero usa cada vez más drones para focalizar el riego aéreo de agroquímicos, el año pasado sí se usaron avionetas en varios cañaverales de Los Crespines, que terminaron afectando aledaños sembradíos de frutas, según contaron los lugareños a IPS.

“Regaron con avioneta y acabaron con los cultivos de cítricos de la comunidad en la zona de la ermita, se perdieron sin que nadie respondiera por el daño”, dijo Carlos Avendaño, de 58 años, uno de los principales activistas contra el monocultivo en Los Crespines.

IPS recorrió con Avendaño el caserío y los cultivos de caña, que están en plena fase de corta, recolección y transporte, que se realiza de noviembre a abril. Camiones de alto tonelaje permanecían dentro de los campos, que se veían desérticos una vez que la caña ha sido cortada y cargada de forma mecánica.

La deforestación de la zona, para sembrar caña, ha impactado los riachuelos del caserío, cada vez con menos agua, señaló Avendaño, secretario de la Asociación de Promotores Ambientalistas de Ilobasco, un esfuerzo impulsado por la organización católica Cáritas de El Salvador.

Por todas esos impactos y más, los habitantes de El Crespín, dijo Avendaño, se han movilizado en varias ocasiones, para hacer sentir su voz, presentando firmas con sus quejas ante las autoridades ambientales, pero sin ser escuchados.

Según la investigación El monocultivo de la caña en El Salvador y Guatemala, el sector cañicultor usa agrotóxicos en todo el ciclo agrícola de la caña, y entre los más dañinos se encuentran el glifosato, usado para acelerar el proceso de maduración, y el herbicida paraquat.

Esos productos, dice el reporte, han sido prohibidos en 17 países, incluyendo Bélgica, Francia, Italia, Argentina y Países Bajos, entre otros.

Máximo Crespín y su esposa Marlene Hernández, junto a su pequeña nieta, en su casa en el caserío Los Crespines. Este campesino es uno de los pocos productores que por decisión propia cosecha su caña de forma orgánica y sin usar madurantes, para no perjudicar al ambiente y la salud de las familias de su comunidad.

“Hay un impacto fuerte en la salud de las familias y en el medio ambiente, porque este producto químico termina en los manglares y fuentes de agua”, aseguró a IPS el investigador José Acosta, director de Voces de la Frontera.

Acosta se refirió a los manglares porque es en la zona costera donde es mayor el impacto ambiental.

Esa y otras organizaciones sociales mantienen una campaña permanente llamada Azúcar Amarga, con la que buscan presionar para detener la expansión del cultivo y regular la industria, sobre todo a los seis ingenios aglutinados en la Asociación Azucarera de El Salvador, que controlan toda la operación en un modelo oligopólico.

De esa forma los ingenios aseguran el control de las cosechas, por medio de contratos con los dueños de los cultivos, para asegurarse de que tendrán la caña que convertirán en azúcar, destinada mayoritariamente a la exportación.

“No estamos planteando eliminar el monocultivo de la caña, eso sería irreal, pero sí frenar la expansión y buscar una mayor regulación de la industria”, subrayó Acosta.

Según cifras del sector azucarero, en el país se cultivan unas 80 000 hectáreas de caña, pero las organización sociales que empujan la campaña Azúcar Amarga señalan que son alrededor de 113 000 hectáreas.

La zafra 2022-2023 produjo 788 000 toneladas métricas de azúcar, lo que representó una reducción del 2,5 % en comparación con la cosecha anterior. La mayoría de la producción se exporta, principalmente a Estados Unidos, a donde se destina en torno a 45 % del total, seguido por Alemania y Japón hasta totalizar una treintena de países, según datos del Consejo Salvadoreño de la Agroindustria Azucarera.

La industria azucarera genera unos 50 000 empleos directos y otros 200 000 indirectos, y el sector aporta 2,7 % del producto interno bruto (PIB).

Acosta señaló que, en El Salvador, el país más pequeño de América Latina, con un poco más de 20 000 kilómetros cuadrados y 6,7 millones de habitantes, es un despropósito dedicar tanta tierra para cultivar caña de azúcar en lugar afianza la seguridad alimentaria con verduras y legumbres, las que tienen que ser importadas de países vecinos, como Guatemala.

Carlos Avendaño, uno de los principales activistas contra la industria azucarera de El Salvador, muestra un manojo de acelgas que él cultiva en una pequeña parcela, en el centro del país.

Cosecha verde

Además del uso de agroquímicos, otro perjuicio para las familias campesinas es la práctica de quemar de forma controlada, el follaje de los cañaverales, para facilitar la corta, algo que está restringido por la ley ambiental del país, pero que igual se incumple, explicó Acosta, el investigador de Voces de la Frontera.

“Cuando realizan las quemas, aquí el hollín no se aguanta, cae por todos lados en la casa”, narró a IPS Marlene Hernández, otra habitante de Los Crespines.

El intenso calor y humo generados por las quemas golpea incluso a la población estudiantil del caserío, pues la escuela linda con un extenso cultivo de caña.

Sin embargo, los residentes de esta localidad afirmaron que en la actual zafra, al menos ahí, no ha habido quemas hasta el momento, y aseguraron desconocer las razones.

Pero en otras zonas del país, sobre todo cerca de la costa al océano Pacífico, sí se reportan las quemas de siempre.

Desde hace algunos años la industria azucarera viene impulsando un manual de “buenas prácticas” ambientales en la zafra, que incluyen la corta de la caña en verde, es decir, sin quemas, y mayor control del uso de agroquímicos.

Si bien pareciera que el manual no ha tenido el impacto deseado, en general, sin embargo, el hecho de que en Los Crespines no haya habido quemas hasta ahora pudiera ser un indicio que de paulatinamente el sector va dando pequeños pasos en esa dirección.

IPS pudo constar que la corta de la caña en el caserío se realizaba cuando estaba aún verde, sin quemas.

Un caso excepcional es el del cañicultor Máximo Crespín, esposo de Marlene Hernández, pues él, por decisión propia, cultiva la caña orgánicamente, sin perjudicar al ambiente.

“Ya llevo 20 años de estar en esto, y nunca he quemado una macolla de caña”, aseguró el productor de 56 años, recién llegado a su casa, al mediodía, tras una larga jornada laboral en su parcela.

Máximo Crespín tampoco usa glifosato ni otro agroquímico como madurante, y el abono es orgánico a base de gallinaza y, sobre todo, aprovecha los rastrojos de las siembras de frijol, maíz, ayote y otros cultivos que proveen de alimentos a su familia.

“Todo el rastrojo que queda beneficia a nuestra madre tierra”, sostuvo, mientras saludaba a una de sus pequeñas nietas, que son la inspiración de su conciencia ambiental: “Estoy consciente de que debo proteger a mi descendencia”.

La mayor parte de las 11 hectáreas que posee la dedica a la caña, y el resto a los granos y otros cultivos.

De la cosecha de caña, 90 % la vende al ingenio cercano y el resto lo procesa de forma artesanal en su “molienda”, que como todas en El Salvador funciona con trapiche: un sistema tradicional de moler la caña, al ser pasada por entre piñones metálicos que extraen el jugo y lo cuecen en enormes peroles.

La deforestación para cosechar caña de azúcar es notoria en los campos que circundan el caserío Los Crespines, y eso ha reducido el caudal de los riachuelos de la zona en el centro de El Salvador.

Agroecología campesina

De hecho, Máximo y Carlos Avendaño tienen proyectado producir azúcar de “pilón”, el subproducto mejor cotizado del proceso de molienda artesanal.

Esa idea se enmarca dentro de un esfuerzo comunitario de cosechar y comercializar verduras y legumbres orgánicas cosechadas por las familias de Los Crespines en sus parcelas y huertos caseros.

Avendaño ya produce acelgas y cebollín, entre otros productos, y él es uno de los principales promotores de una pequeña escuela agroecológica en Los Crespines.

También se tiene proyectado crear un sistema de autoahorro comunitario que genere recursos colectivamente para otorgar pequeños créditos a las familias campesinas, así como echar a andar un proyecto de turismo rural.

Reyna Crespín, esposa de Avendaño de 51 años, participa ya de un esfuerzo incipiente de comercialización de jugos naturales elaborados comunitariamente, en un futuro inmediato, con las frutas producidas en la comunidad.

“Tenemos muchas ganas de trabajar por nuestra comunidad, con los productos cosechados aquí”, dijo ella, mientras preparaba una deliciosa sopa de frijoles.

Fuente: IPS Noticias

Si te gustó, compártelo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial