La adaptación del ser humano al medio es una vieja historia. Los refranes al uso son abundantes y dan cuenta en su extremo más radical de que si uno no lo hace muere. La imagen del camaleón de una u otra forma está presente en la diversidad de culturas.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
Ahora bien, ¿hay algún límite en la capacidad de transformarse?, ¿cuántas veces resulta posible adecuarse al entorno? El caso extremo sería el de Zelig cuya historia tan brillantemente recreó Woody Allen en la película del mismo nombre de 1983. Una mentira de las llamadas piadosas como era la de no reconocer que no había leído la novela de Moby Dick llevaba al protagonista a crear una existencia de permanente transformación tanto física como psíquica. Allí, además de la propia figura retratada, el mundo virtuoso del jazz con su constante capacidad improvisadora añadía un contexto en el que la aceleración de lo que acontecía en la pantalla llegaba al paroxismo.
La voluntad de las personas para protegerse camuflándose ha sido un gran motor en el camino de su supervivencia. Una estrategia que se da en diversos escenarios de distinto nivel de ansiedad y drama aunque también lo lúdico haya a veces desempeñado un papel notable como resulta en el carnaval. Crear identidades que ocultan la que la gente cree poseer es algo bisoño que se transforma poco a poco a lo largo del tiempo en consonancia con nuevos estereotipos, modas y, cómo no, distintos mecanismos al uso. Por ello y con respecto a esto último los recientes desarrollos de la identificación facial suponen una enorme dificultad para que las tentativas de travestismo resulten exitosas. Nadie puede ocultarse en medio de la multitud sin ser descubierto, aunque Juan José Campanella en El secreto de tus ojos, el memorable filme de 2009 interpretado por Ricardo Darín y Javier Godino, muestre una perspectiva diferente.
Sin embargo, hay una visión alternativa que me interesa explorar y que pone el acento transformador que tiene el propio contexto sobre los individuos, o quizá mejor debiera matizar lo recién escrito. En efecto, más que el contexto, que conjuga un agregado demasiado complejo de elementos en el que no solo se incluye a las personas sino también al marco institucional, debería decir el paisaje, y tampoco debería referirme a los individuos en general sino precisar que lo acontecido se da solo con respecto a algunos.
Se trata de una fuerza misteriosa por la que el paisaje capta a determinadas personas. Lo hace con tal intensidad que llega a difuminarlas en su seno convirtiéndolas en parte suya eliminando por consiguiente su singularidad. Es un tipo de secuestro en el que la parte apresada cae seducida por “el síndrome de Estocolmo” de manera que su identidad con el marco ejecutor es plena.
Al contrario de lo que tiende a pensarse del paisaje como algo objeto de la apropiación por parte de artistas o de personas con mayor o menor nivel de sensibilidad o de sintonía estética a la hora de construir un marco referencial, es el paisaje quien expropia a determinado tipo de gente que queda alienada en su compostura. Una situación nada insólita que se conoce bien en la mística o en el mundo védico, desde una vertiente en la que lo terrenal resulta trascendental. Sin embargo, lo que mi amigo me contó el otro día en nuestro habitual paseo vespertino resulta menos alambicado y su desarrollo goza de un componente más prosaico.
Desde hace poco tiempo, en todo caso después de la pandemia, siente que en su ajetreada vida cada vez que realiza un viaje hay un momento en que sabe que desaparece durante un periodo impreciso y que no logra medir ni el número de veces que le ocurre ni la duración de esos lapsos. Sabe que es algo que le sucede cuando se dan tres circunstancias en el medio de la vorágine viajera: encontrarse solo, pasar por un momento de cierto equilibrio emocional, es decir no estar aguijoneado por sus típicos procesos depresivos ni por sus no menos habituales subidones, y, en tercer lugar, hallarse en un lugar al aire libre y con cierta presencia de retazos de naturaleza viva. Es en ese escenario, me dice, cuando siente que pierde todo contacto, tanto con las obsesiones que le venían siguiendo durante el día y su secuela de respuestas urgentes como con los afanes a largo plazo que siempre lo acompañan. Percibe que está preso en un mundo diferente configurado por un paisaje bucólico sin que la pérdida de libertad lo afecte.
Seducido por el relato cuando regreso a casa dedico un buen rato a buscar explicaciones plausibles de ese acontecer, pero no encuentro nada satisfactorio. Entiendo que mi amigo no me ha contado una milonga porque ya en otras ocasiones me había referido ciertas ausencias en la conciencia del lugar donde se encontraba coincidiendo con etapas de su vida en las que el ritmo de viajes era muy alto. Debo reconocer que me desazona que algo similar nunca me ocurra si bien no viajo tanto como él, de hecho apenas mis salidas de la capital al año se cuentan con los dedos de una mano. Además, recuerdo que en una ocasión cuando llegaba a mi casa solo, como de costumbre, no especialmente frustrado por la jornada laboral que quedaba atrás, harto de confrontar la misma imagen semiurbana, dándose las tres condiciones necesarias señaladas por mi amigo, quise desaparecer. Introducirme en el recoveco que configuraban unos setos florecidos entreverados con unos madroños. Entonces caí en que faltó la verdadera condición necesaria y suficiente: que los arbustos en flor quisieran apropiarse de mí.
*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca