AMLO contra Bolso

(Por: Ricardo Martner)


«AMLO contra Bolso” no es el titular de un partido de boxeo, o de lucha libre, sino la promesa del enfrentamiento de dos visiones radicalmente opuestas entre los futuros presidentes de las dos naciones más importantes de América Latina.

Andrés Manuel López Obrador, mejor conocido como AMLO, tomo posesión el sábado pasado en el Zócalo de la Ciudad de México, mientras el presidente electo Jair Bolsonaro lo hará un mes más tarde, el 1º de enero del 2019, en Brasilia. Las diferencias entre los dos son profundas, tratándose de sus orígenes, trayectorias políticas, ideologías, y estilos. Pero en estos tiempos turbulentos de absoluta falencia de los Estados latinoamericanos, el principal campo de batalla será el de las propuestas económicas, en dos países campeones mundiales de desigualdades.

El ultraderechista Bolsonaro ya afirmó que reducirá el número de ministerios y que “extinguirá y privatizará” gran parte de las empresas públicas, un anuncio que provocó la euforia de los mercados financieros. También quiere bajar el impuesto sobre la renta de las empresas, hoy entre 24 y 34 por ciento, hasta una tasa única de 20. El equipo del excapitán del ejército justifica esta decisión por la reforma tributaria de Donald Trump en EE.UU., que disminuyó los impuestos corporativos de 35 a 21 por ciento. Para ser competitivo en el mercado externo y atraer a los inversores extranjeros, Brasil tendría que sumarse a esta carrera hacia abajo.

No es una novedad. En América Latina, una de las principales falencias de las estrategias de desarrollo ha sido el otorgamiento generalizado de incentivos tributarios con la idea que son imprescindibles para asegurar inversiones, innovación y empleos de calidad. Sin embargo, las encuestas muestran que para los verdaderos inversores directos, factores como la calidad de la infraestructura, una mano de obra sana y cualificada, el acceso a los mercados y la estabilidad política importan mucho más.

Por otro lado, la disminución de los ingresos tributarios que deriva de la reducción del impuesto de renta a las sociedades tiene consecuencias devastadoras. Brasil podría perder con esta medida 9 mil millones de dólares. Eso se traduce en falta de recursos para la educación, la atención médica, los programas de reducción de la pobreza, y la infraestructura. Sería un nuevo golpe al financiamiento de las políticas sociales después de la adopción, en el final del 2016, de una enmienda constitucional que congela el gasto público por una década. Ya el año pasado, el gasto federal combinado en salud y educación cayó un 3,1 por ciento en términos reales.

Menos financiamiento para los programas sociales significa también menos crecimiento en un país donde una gran parte capital privado prefiere la renta financiera a la inversión directa. El Instituto de Encuesta Económica Aplicada (Ipea) calcula por ejemplo que cada vez que el gobierno gasta R $ 1 en la educación pública, genera R $ 1,85 para el producto interno bruto. El mismo valor inyectado en la salud genera R $ 1,70.

Son efectos multiplicadores que no se pueden descartar en un país estancado en la recesión económica desde 2014, y donde el número de personas en extrema pobreza (que viven con menos de 1,90 dólares diarios) alcanzó 14,8 millones en 2017.

En realidad, bajar la tasa de impuestos a la renta corporativa no es nada más que un regalo a las empresas y a las personas de altos ingresos, con profundas consecuencias sobre la distribución del ingreso. En efecto, quienes detienen acciones y reciben dividendos por las mayores utilidades obtenidas son los dueños del capital. Por añadidura, la erosión de las bases imponibles se agudiza con la planificación agresiva de las multinacionales, las que manipulan las transacciones entre subsidiarias, garantizando que las ganancias sean gravadas en los países donde los impuestos son más bajos y no donde realmente tiene lugar la actividad económica y la creación de valor.

Por eso, la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa (ICRICT, por sus siglas en inglés), de la cual soy miembro, plantea que es urgente reformar el sistema tributario mundial. Las multinacionales deben pagar impuestos como una sola empresa que realiza

negocios a través de las fronteras. Las ganancias globales y los impuestos asociados podrían entonces asignarse de acuerdo con factores tales como las ventas, el empleo y los recursos utilizados por la empresa en cada país, reflejando la verdadera actividad económica. También consideramos que los países deben adoptar un impuesto efectivo mínimo a las utilidades de las sociedades de entre el 20 y el 25%. Ello significa desmantelar los generalizados subsidios y exenciones que priman a lo largo de América Latina; reducir impuestos corporativos y jibarizar la inversión pública no es un camino al desarrollo.

Si el Brasil de Bolsonaro no quiere por el momento participar de este debate, el México de AMLO tiene una oportunidad histórica de hacerlo. Además, tiene más margen de maniobra: su nivel global de tasa tributaria (20 por ciento en 2017 contra el 35 en Brasil) está entre los más bajos del mundo. Esta situación le permitiría aumentar los ingresos del gobierno grabando verdaderamente a sus empresas. Los retos no son menores en México, donde la pobreza y la violencia continúan alimentando la fuga de cerebros y de brazos hacia el norte y donde la movilidad social es cuasi inexistente. Apenas el 4.5 por ciento de los mexicanos entre 25 y 64 años de edad, cuya madre o padre sólo tenía una educación primaria, terminaron con una licenciatura. Una situación que no cambiará sin una masiva –y eficiente– inversión pública.

Jair Bolsonaro parece haber escogido el camino equivocado para su país. Esperamos que México opte por una alternativa de desarrollo que apele por el contrario a reforzar los sistemas tributarios para recuperar la senda del equilibrio presupuestario, la inversión pública y el crecimiento inclusivo.

* Ricardo Martner es miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa (ICRICT).

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