Por: Manuel Alcántara Sáez.
Con frecuencia pensé que una de las tareas más penosas que se podían llevar a cabo en la vida eran aquellas en las que el papel de cómplice marcara con nitidez el quehacer de una persona. Hoy sé que estoy equivocado. No solo creía que tuviera que ver con su componente penal sino con aquellas otras facetas de carácter turbio que se vinculaban con comportamientos que iban desde lo mafioso al compadreo de baja estopa. Personas encubridoras o secuaces que invariablemente en la sombra contribuían al éxito de propósitos que terminaban teniendo un cariz si no delictivo al menos poco claro. El compinche era alguien advenedizo, sin personalidad, fácilmente moldeable, pero quizá necesario, aunque siempre un sujeto de usar y tirar. Quedaba completamente separado del socio poseedor de un valor indudable de cierto señorío y respeto. Era el tonto útil o, si se prefiere, el denostado compañero de viaje.
A su condición negativa sumaba su carácter efímero. La relación de complicidad establecida solía ser espuria y los códigos sobre los que se articulaba eran difusos. Resultaba infrecuente configurarla a través de una relación contractual. El beso en la mejilla, un apretón de manos especial, un guiño, la seña con la mano plasmaban parte del ritual. A veces el pasado familiar, otras las amistades en el barrio o en una asociación deportiva o de ocio, cuando no las establecidas durante la formación escolar, eran espacios donde se gestaban y se desarrollaban sutilmente tratos para desempeñar más tarde una función decisiva. Era una cuestión vinculada con la reciprocidad y con cierto aprendizaje de una forma singular de cooperación. El resultado terminaba siendo un ejercicio de colaboración donde las partes se sentían ganadoras al unísono. En el mejor de los casos, la teoría social se ha referido a la configuración de un tipo especial de relaciones que, basadas en parámetros mínimos de confianza y de cierto nivel de mutualismo, nutren el denominado capital social.
La velada transcurre de manera agradable. La conversación salta de un tema a otro mientras la segunda botella de vino se acaba de terminar. Todavía hay abundante comida sobre la mesa. Las cinco personas han brindado ya un par de veces y se siente una atmósfera de indudable camaradería. Ahora la charla acaba de dejar atrás cuestiones referidas a la vida política nacional y a la triste imagen proyectada por la universidad de la que forman parte como docentes por un galimatías relacionado con las autoridades de esta, pero que por derivación afecta a toda la comunidad universitaria, en un marco triste de complicidades. Alguien propone que los presentes enuncien la que en su opinión consideren que sea la palabra más bella del castellano. Tras unos instantes de silencio ella toma la palabra y dice: “complicidad”. Y a renglón seguido apuntala: “estoy firmemente convencida; además, tened en cuenta que me estoy refiriendo a una situación donde indefectiblemente se está en una posición activa frente a otra persona”. Después no hay ninguna otra propuesta porque el grupo entra en una febril discusión hasta la medianoche.
Del amplio marco que define la tramoya social donde las relaciones enmarañadas arrastran el significado de las palabras que necesariamente dan forma al conflicto siempre presente se había dado un salto al escenario más íntimo de la vida. Aquel mediante el que nos vinculamos con personas que terminan siendo la parte sustantiva de nuestra existencia. Si algo apuntala la propuesta de mi amiga es precisamente la idea de que en toda relación humana y, más en concreto, en el ámbito imprescindible del amor la complicidad resulta el factor no solo fundamental sino ineludible. De ahí que sea el término más hermoso. Nada hay con tanta fuerza ni que alcanzara tal intensidad vital como el hecho de que dos seres humanos fueran cómplices hasta el infinito. Que su relación estuviera entreverada por compartir sueños, interpretar gestos íntimos incluido el deleite del silencio, gozar del doble sentido de las palabras interpretado de la misma forma, necesitar que la afinidad existente se expresara de modo cabal para los demás y asumir que la memoria compartida pareciera eterna. Los demás callamos apabullados. Una silenciosa aquiescencia invadió la sala y las miradas entrecruzadas que supieron ser un ejercicio de inesperada complicidad precipitaron sonrisas, así como la gestación de un clima de afecto que duró toda la velada.
En el camino de regreso a casa mis conjeturas no dejaron de lado el hilo que no se había interrumpido y que llegó de manera natural a conectarse con la lectura reciente de El hombre joven, el último micro relato de Annie Ernaux. Una mujer en la cincuentena se enamora de un joven casi treinta años más joven. Alguien que en el paroxismo de la relación le confiesa “quisiera estar dentro de ti y salir de ti para parecerme a ti” para lograr de inmediato que ella sostenga “comulgábamos imaginariamente con nuestra pérdida recíproca con un placer extremo”. ¿Hay una declaración de complicidad más atinada? Gustar imaginarse a uno mismo como la persona capaz de cambiar la vida al otro, de forma que se terminara asumiendo interpretar un personaje de ficción que vive la vida que hasta hace poco era ajena. Complicidad en la gestación de una relación de mutuo provecho donde el placer físico e intelectual germinado alcanzara cotas que nunca se podría haber imaginado que pudieran existir. Complicidad a la hora de echarse de menos cada vez más en las ocasiones en que se deja de hacer el amor cuando es una especie de creación continua. Complicidad aun en medio de la soledad más profunda.