Uno no nace donde quiere, sino donde lo echan al mundo; lo mismo que uno no escoge la familia de la misma manera como sí puede quedarse con los amigos que quiere.
Por: Toño Nerio
A los salvadoreños nos echaron al mundo en un pedacito de suelo del continente americano que desde siempre ha estado signado por la desigualdad y la injusticia, incluso antes de ser República, y hoy, después de doscientos años de aquella independencia del reino de España, El Salvador es aún más injusto que entonces.
Después de muchas reflexiones en las que nuestros poetas (a falta de filósofos y científicos sociales en El Salvador siempre hemos tenido poetas) hablaron de la tristeza y del dolor de ser salvadoreño, Roque Dalton nos dice en uno de sus poemas que deberían darnos un premio por ser salvadoreños y en otro le promete a la mamita Patria darle una buena lavada a punta de bombas, lejía y aguarrás hasta dejarla bien limpita de todas esas postemillas y caspas.
El Pipo, Oswaldo Escobar Velado, también retrató de cuerpo entero y sin filtros a nuestra Patria Exacta, sesenta años antes que OXFAM o la CIA, y nos dijo que somos “un rio de dolor que va en camisa y un puño de ladrones asaltando en pleno día la sangre de los pobres.”
Pero es que, desde el principio, esta condición de absoluta falta de conmiseración hacia los pobres y de desfachatez total de los ricos ha sido lo normal. Valga una corta y ya añeja frase como prueba: en el propio texto del Acta de Independencia los millonarios de 1821 confiesan su culpa, sin un ápice de vergüenza. Dicen que se declaran independientes de España “para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo…”
Y basta leer la lista de los señores que estaban presentes en la capital guatemalteca aquel malhadado día de la independencia en el que el único que faltaba era precisamente el mismo pueblo.
Vuelvo a leer el texto del Acta con la que se proclamó la independencia respecto de la corona ibérica, para conocer la caterva que sí estaba reunida: la Diputación Provincial, el Ilustrísimo Señor Arzobispo, los Señores Individuos que diputaron la Excelentísima Audiencia Territorial, el Venerable Señor Deán y el Cabildo Eclesiástico, el Excelentísimo Ayuntamiento, el Muy Ilustre Claustro, el Consulado y el Muy Ilustre Colegio de Abogados, los Prelados Regulares, Jefes y Funcionarios Públicos. Los ricos pues, y sus representantes, y los representantes de dios para bendecir sus raterías.
Desde ese mismo día se consagró formal y oficialmente la exclusión de las grandes mayorías y se estableció para siempre la inequidad, que es la base de todas las injusticias, de toda la falsedad y de todos los crímenes horrendos que se han cometido hasta la fecha sin cesar un tan solo día.
Apenas una década después de aquella declaración antipopular, en una de las haciendas, la Hacienda Jalponguita, una insurrección reveló la esencia esclavista de los “libertadores”. Miles de indios esclavos del prócer José Simeón Cañas y Villacorta, se alzaron en armas en contra de la explotación a la que eran sometidos ni más ni menos que por uno de los firmantes de la Declaración de Independencia de 1821.
Entre 1831 y 1832, la rebelión de los esclavos de esa hacienda, indios Nonualcos, encabezados por su líder Anastasio Aquino, puso patas arriba al gobierno de los falsos libertadores de América Central. La rebelión terminó con la masacre de los alzados y la decapitación del indio Anastasio. Su cabeza estuvo expuesta en la vía pública durante años como escarmiento para los que en el futuro quisieran rebelarse.
Irónicamente, este señor presbítero Cañas y Villacorta fue el mismo que en 1823 llegó al congreso para solicitar abolición de la esclavitud. Pero durante toda una década en su hacienda no hizo nada para hacer realidad la liberación de los esclavos.
No obstante, a partir de entonces, todo el abuso que se ha cometido en contra de la población empobrecida ha sido completamente legal. Los dueños se han amparado en los cuerpos de leyes preexistentes y cuando no han tenido la ley de su parte han derogado las desfavorables y decretado lo que necesitan para conseguir sus fines.
En 1881 se decretó la Ley de Extinción de Tierras Comunales y en 1882 se promulgó la Ley de Extinción de Ejidos, por medio de la cual las tierras donde habitaban y hacían sus milpas aquellas poblaciones aborígenes les fueron arrebatadas para entregárselas a los ricos que se querían dedicar a cultivar café.
Los pueblos llamados “indios” fueron expulsados de los cerros y condenados a vagar en busca de trabajo. Los ricos terratenientes que se apropiaron de aquellas inmensas extensiones de tierra se apresuraron a crear una oportuna Ley contra la Vagancia, y de esa manera condenaron a los pobres a incorporarse a las labores agrícolas en las plantaciones de un vegetal desconocido, que no servía para comer, a cambio de un mísero salario.
Hay que recordar que el cafetal no se puede establecer en la zona costera de clima caliente ni en los valles, donde las temperaturas son cercanas a los cuarenta grados. Las plantaciones necesitan temperaturas adecuadas para su desarrollo óptimo. Nada por debajo de 15 grados centígrados y, de ser posible, no mucho más arriba de los 24 grados. O sea, las tierras de los cerros y volcanes.
Con la guerra de invasión que comenzó en la década de 1520, a los pueblos originarios los expulsaron de los valles y se tuvieron que refugiar en los cerros y volcanes. Los españoles establecieron sus ciudades en el bajío, cerca de las fuentes de agua, apropiadas para el cultivo del añil, las hortalizas y los granos básicos.
Pero cuando esas gentes sedientas de dinero descubrieron el gran negocio cafetalero, aprobaron la ley para echar de sus tierras a los que las habían poblado a lo largo de tres siglos y medio.
Cincuenta años después, en medio de la miseria, estalló la violencia de la insurrección indígena y campesina de 1932, en esas mismas haciendas cafetaleras donde se les explotaba de manera inmisericorde por parte de la oligarquía cafetalera.
Feliciano Ama, el líder indígena de la rebelión campesina fue ejecutado en la horca y decenas de miles de sus compañeros de armas con todas sus familias y sus poblaciones murieron a manos de las guardias de los cafetaleros.
Las ricas familias de ese tiempo eran los Dueñas, Guirola, Sol, Daglio, Samayoa, Gianmattei, Salaverría, Borgonovo, Gutiérrez, Cristiani, Regalado, Deininger, Wright, Umaña, o sea, las principales familias de la oligarquía cafetalera, que poseían en conjunto más de ciento cincuenta mil manzanas de tierra, gran parte de las cuales eran bosques cafetaleros.
Medio siglo después, ante la amenaza de una guerra en la que las fuerzas armadas del pueblo, es decir el FMLN, los oligarcas solicitaron préstamos millonarios en dólares poniendo como garantía sus tierras y sus bancos. Luego colocaron las fortunas obtenidas mediante esos préstamos en la banca estadounidense o en acciones de empresas extranjeras. Finalmente, el gobierno les “nacionalizó” sus bienes endeudados, previa indemnización, pagándoles justamente el valor de sus propiedades. Estos super millonarios se llevaron también fuera del país los pagos que recibieron y se fueron a vivir al extranjero.
El gobierno se encargó de limpiar a punta de impuestos -que pagaron los pobres- los números rojos de las deudas de las haciendas y de los bancos que habían sido “nacionalizados” y, al final de la guerra, el presidente Alfredo Cristiani –uno de los hijos de la oligarquía- se las entregó nuevamente a las familias oligárquicas, pero ya con números negros en sus respectivas contabilidades.
Han pasado menos de cuarenta años de aquel último timo en contra de la población salvadoreña. Pero ya bukele está arrebatándole nuevas tajadas a los restos que todavía les quedan a los pobres. Hoy, la inequidad es mucho mayor que la que antes se sufrió en este país inicuo. Eso sí, cada semana, en la Asamblea Legislativa, los rastreros diputados de bukele aprueban leyes para darle normalidad a sus crímenes.