Francia muestra la magnificencia de una capital que no reconocen sus habitantes y en un tablero mundial convulso, sin Rusia y en plena Guerra de Gaza.
Francisco Cabezas .
Una señora, con los 60 años quizá ya a cuestas, maldice. Lo hace sin mirar a quienes se cruzan con ella en la larguísima avenida de la Rue Volta. Rasga el maldito departamento de Seine-Saint-Denis. Hay que pasar por allí para llegar a la Villa Olímpica. Mira de reojo a todo el que se le cruza. Pasan frente a ella periodistas despistados en busca de una fuente –en estos Juegos ecológicos, las botellas de plástico han desaparecido–, deportistas que engullen bocadillos mientras identifican balcones catalogados por las banderas de cada país, policías armados y el porte de quien está en el máximo nivel de alerta terrorista, voluntarios sonrientes y esforzados. La señora mira la identificación del que aquí escribe, menea la cabeza, y continúa su camino entre sus susurros dirigidos a un suelo que arde. Y que ella quizá no reconozca ya como suyo.
El presidente de la República, Emmanuel Macron, y la alcaldesa de París, Ana María Hidalgo, se han esforzado en que el biombo no se derrumbe. Y que la ciudad de la luz continúe siendo el decorado perfecto para el amor narrado en la literatura, y posteable ahora en Instagram. Un escenario del que han procurado huir los parisinos, alquilando sus hogares al mejor postor, y cediendo el cuadro a quienes no ven la oscuridad.
Es la misma oscuridad que tratan de ocultar los gobernantes, ya sea bañándose en un Sena hasta no hace nada tóxico, y ahora caudal para la primera ceremonia de inauguración de unos Juegos que se desarrolla fuera de un estadio. El mundo disfrutará de la belleza de Notre Dame y el Grand Palais, con los deportistas subidos a sus barcos y los espectadores admirándolo desde la orilla del Sena. Esperando a que la llama llegue a Trocadero y la Torre Eiffel, como punto epítome de la magnificencia.
Del centro de París, sitiadas sus calles, limpísimas, y con el transporte público funcionando como un tiro –un milagro para los parisinos– han desaparecido los proscritos, los sin techo, los buscavidas. Son ellos siempre los primeros en ser borrados. Y Saint-Denis, metáfora del reverso luminoso y que han pretendido arreglar arrastrando allí a los deportistas, destila un aroma a parche anticonceptivo. Los vecinos maldicen. Y los atletas se quejan entre bambalinas por estar alejados de todo.
Estos Juegos de la XXXIII Olimpiada, los terceros que acoge París en su historia (tras los de 1900 y 1924), también ocultan un sinfín de realidades políticas. Sólo 15 deportistas rusos competirán bajo la bandera neutral. No escucharán su himno, suspendido como está el Comité Olímpico Ruso tras el estallido de la guerra en Ucrania. Ya en los Juegos de Tokio no pudo participar Rusia como país, aunque entonces fue por el dopaje de Estado. Trató el COI de integrar a una pequeña parte de los rusos en París con 54 plazas, aun sabiendo que la gran mayoría, ya fuera por ellos, ya fuera por ‘recomendación divina’ de sus capataces, no formarían parte de los 4.600 participantes.
Sin Joe Biden, sin Putin
La inauguración, donde se dejaron ver los Reyes de España, también reflejará el estado vital de un mundo convulso. Isaac Herzog, el presidente de Israel, no se perdió la cita pese a la Guerra de Gaza y con las banderas palestinas ya dejándose ver, incluso en pegatinas de mochilas de deportistas que vienen del mundo árabe.