Uno se convierte en aquello que piensa? Su madre le decía que no pensara tanto. Nunca supo la razón. El profesor lo amonestaba a menudo por estar en Babia. Durante el servicio militar tuvo claro que no debería brindar la imagen de un ser pensativo.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
P ronto fue consciente de que rara vez alcanzaba a tener la mente en blanco a pesar de que lo invitaban con frecuencia a seguir distintas fórmulas de meditación. Además, no podía entender que fuera saludable aquello de vaciar la cabeza de todo tipo de elucubración. La posibilidad de la desnudez mental lo afligía. Siempre estaba cavilando. Su actividad más intensa se daba en dos momentos muy diferentes: al meterse en la cama y al trasladarse de un lugar a otro. Incluso cuando leía la mente no dejaba de estar quieta. Inventaba escenarios sobre faenas triviales que tenían que ver con el partido que jugaría el fin de semana, los quehaceres durante las próximas vacaciones, fantasías sobre las personas que apenas conocía o el guion de la conversación que tendría con la chica con la que estaba empezando a salir.
Hubo un tiempo en el que sus abstracciones también cabalgaron en torno al propósito de la vida y al valor de la propia existencia. Le fascinaban las razones profundas que en teoría daban sentido no solo al día a día sino a la trascendencia de la supervivencia; la pregunta sobre si valía la pena vivir lo mortificaba por la angustia inherente. Cuando dejó atrás su obsesión existencial llegó el tiempo de las preocupaciones laborales. No se trataba solo de la tarea principal en la que vertería sus esfuerzos, también había espacio para elucubrar sobre soluciones hipotéticas a los problemas percibidos y para analizar las variadas etapas que no siempre se engarzaban correctamente. Por otra parte, la cobertura de sus modestas necesidades económicas era también afán de su contabilidad enmarañada. Todo constituía un universo cerrado del que apenas si hacía partícipe a alguien y que se retroalimentaba sin darse cuenta.
El tiempo pasó lentamente y el sedimento de sus especulaciones, lejos de configurar una argamasa sobre la que construir el edificio de la experiencia, se volatilizó sin apenas dejar poso alguno. Los cambios en los distintos trabajos en que anduvo, la rotación de las relaciones sociales en que se vio envuelto, los diferentes lugares donde vivió, los cambios de pareja supusieron a veces derrotas. Pero, en todo caso, suscitaron incentivos que favorecieron pensamientos esquivos cuyo denominador común fue la gestación de mundos paralelos. Sin embargo, la incertidumbre, la transitoriedad y la inestabilidad tan típicas del momento que le tocó vivir ahuyentaron cualquier posibilidad de que sus ideas cobraran un mínimo de solidez. El hecho de que siguieron manando furtivamente para auspiciar proyectos alternativos que no concluyeron en nada fue una constante. La liquidez fue la consecuencia. La opción por el ruido de una actividad febril asumida sin aspavientos fue la decisión inmediata. Lo que pensaba fluía.
Un día primaveral se vio en el páramo caminando al lado del perro que le habían cedido al que prestaba escasa atención. La nobleza del animal facilitaba el descuido por su parte absorto mientras daba sus pasos con monotonía. No había necesidad alguna de ocuparse de él que, no obstante, terminó convirtiéndose en el compañero ideal. Siguieron otras jornadas en el estío y después más en el otoño. El invierno ruin propició días inhóspitos que no fueron impedimento al afán andariego cotidiano. Pensar era el condimento que hizo del camino un espacio ilimitado como años antes le ocurrió mientras nadaba en la piscina. Un nutriente que eliminó los sinsabores de la trinchera solitaria en la que estaba. A fin de cuentas era un acto al que estuvo entrenado y que entonces desempeñó más que una añagaza de entretenimiento una respuesta al vacío.
La imaginación volaba hasta empatar con el polvo del camino que con frecuencia levantaba la ventisca y las historias que comenzaba a labrar ocupaban el trajín de cada día. Poco a poco entendió que el silencio juguetón del perro era el acicate para crear mundos cuya consistencia apenas duraba el tiempo en que se extendía el paseo. Una caminata que cada vez quería que durara más a pesar de que los días eran más cortos.
El regreso a la casa le ponía la mente en blanco apenas unos segundos mientras todo parecía borrarse. En aquel tiempo estaba listo para acometer las cosas que habían quedado pendientes sin distracción alguna, pero a diferencia de lo que le había acaecido en un tiempo anterior sentía que algo quedaba en un lugar recóndito de su ser. La acumulación de aquellos rescoldos tardó en tener un significado preciso que solo tuvo su expresión certera cuando murió el perro al llegar la nueva primavera.
Entonces, extasiado, supo que se había convertido en aquello que caóticamente había ido pensando a lo largo de los años. Sueño tras sueño, cálculo tras cálculo. Era la consecuencia de afanes acumulados, de frustraciones insospechadas, de querencias incompletas, de experiencias raudas, de cábalas taciturnas. No se trataba en absoluto de que fuera una profecía autocumplida. Tenía que ver con la secuencia de escenas de toda su vida que ahora acumuladas resultaban promisorias.
Contempló el amanecer brumoso mientras caminaba solitario en medio del campo de encinas que le deparaba un estado de placidez extraño; una escena sin resonancias intensificada por la sensación de incomunicación radical. Quiso pronunciar un sonido que rasgara el silencio, pero enmudeció en consonancia con la gravedad del momento. Asomado más tarde en el ventanal percibió los colores del atardecer que le sumieron en un abatimiento consciente de la rapidez en que el día postrero había pasado. Como tantas otras jornadas, demasiadas, asediado por la futilidad de la vida, huérfano de pasiones vanas. No pensaba, solo sentía el caudal de sus días.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)