Para Borges las religiones eran apasionantes antologías del género fantástico; para Sebreli en cambio son laberintos ideológicos. Su último trabajo es un libro monumental y erudito que excede en mucho a Bergoglio y a sus huestes, pero que no deja de diseccionarlos con fría precisión, ni de mostrarlos bajo una luz distinta, intensamente polémica. Luego de analizar la genealogía de las grandes creencias místicas, se detiene en la «teología de la pobreza», que el papa Francisco ha convertido en su celebrada política oficial. Recuerda Sebreli la declaración de un pastor (tal vez pentecostal) a The New York Times: «La ironía es que los católicos optaron por los pobres cuando los pobres estaban optando por los evangelistas». El gran ensayista también se permite criticar a la Madre Teresa de Calcuta, que acogía a enfermos de sida pero permanecía contraria al uso del preservativo. Los dos señalamientos, tan distantes, apuntan a describir la verdadera naturaleza de este giro estratégico de la Iglesia y también a desmontar su falso sesgo progresista.
Sugiere el autor de Dios en su laberinto que Bergoglio es un conservador popular y que sus apóstoles no encuentran en la pobreza una carencia sino una virtud. Para ilustrar esto recurre a declaraciones públicas de su heroico equipo de trinchera, que muestra sin embargo desconfianza frente a la urbanización de las villas, puesto que esa mejora conllevaría un carácter «civilizatorio» y porque en esos asentamientos persistirían «valores evangélicos muy olvidados por la sociedad liberal de la ciudad». Flota entonces el concepto tácito de que la clase media ha sido corrompida por el dinero, y que ha virado hacia un cierto agnosticismo o tal vez a un catolicismo de bajas calorías, como viene ocurriendo en todas las capitales laicas de Occidente. En contraposición, hay zonas marginadas en todas las latitudes donde Dios brilla sin dudas ni sombras. Sebreli refuta la concepción pobrista de Bergoglio y trae un ejemplo cercano: «El ideal de los villeros no es el de cultivar el comunitarismo ni formar una microsociedad, ni preservar su ‘identidad cultural’, sino salir de allí lo más pronto posible; incluso las familias de villeros más organizados y con mejor situación envían a sus hijos a escuelas lejos de las villas y los que tienen un trabajo dan un domicilio falso. No son los ‘porteños’ despectivamente tratados por los curas, sino los propios villeros quienes detestan la villa, y querrían integrarse a la ciudad. La ayuda a los pobres no consiste en exaltar la pobreza como un mérito sino en combatirla, y eso solo se consigue con posibilidades de trabajo, educación, vivienda, salud, control de la natalidad, e integración plena a la sociedad».
La prédica del Papa no reconoce el Estado de bienestar de las democracias republicanas; en consecuencia, sus relaciones no se arman en torno a partidos políticos, sino a organizaciones sociales, cuya consigna es «imitar al pobre» y cuya especialidad consiste en gerenciar la dádiva. Ni los diversos marxismos, ni cualquiera de los liberalismos posibles son afines a esa ocurrencia de fondo: ambos pretenden razonablemente resolver un problema económico con la economía.
A esta nueva concepción eclesiástica, Sebreli la califica de «utopía reaccionaria», negadora de la modernidad y prejuiciosa con el capitalismo de cualquier orden, dado que confunde las partes con el todo, es decir, los múltiples defectos y desigualdades del sistema, con sus cualidades, y con la innegable prosperidad social que produjo en muchas naciones. La alternativa parece ser un populismo religioso que sospecha del progreso; con liderazgos carismáticos y con un rasgo curiosamente antiintelectual: Sebreli anota que durante el Tedeum del 25 de mayo de 1999 el entonces cardenal instaba a beber de «las reservas culturales de la sabiduría de la gente corriente» y a no hacer caso de «aquella que pretende destilar la realidad en ideas».
Donde Sebreli resulta más duro es en el terreno de los usos y costumbres de la vida moderna, la moral sexual y familiar, y la libertad artística; allí, asegura, el padre Jorge «fue un reaccionario sin matices». Trae a nuestra memoria el hostigamiento que lanzó contra León Ferarri, por su obra Cristo crucificado, que Bergoglio calificaba de blasfema. Y la carta que envió a las carmelitas para frenar el matrimonio igualitario; en esa misiva se advertía que la campaña contra aquella ley era directamente «una guerra de Dios». Más tarde, Bergoglio pareció abandonar sus actitudes homofóbicas al decir: «¿Quién soy yo para juzgar a un gay?» Pero no hubo pedido de perdón por haber perseguido a homosexuales, ni se abordó el tema en el primer sínodo de su pontificado. El autor de El malestar de la política asegura que desde su papado y a través de notorios dirigentes peronistas frenó reformas al Código Civil, aunque acaso para inclinar la balanza insinuó ambiguamente una cierta apertura hacia los divorciados. «Francisco habla de ‘misericordia’ y de ‘curar heridas’, cuando lo que buscan los homosexuales o las parejas divorciadas o las mujeres que abortan no es la piedad ni el perdón sino el reconocimiento del esencial derecho humano a usar el propio cuerpo, a ser reconocidos en plano de igualdad con los heterosexuales -escribe el sociólogo-. La misericordia, la piedad, convierten a la víctima en un objeto de lástima». Sebreli sostiene que el «relato papal» ha sido tan eficaz que provoca el temor del ala conservadora y la esperanza del ala progresista. «Unos y otros se equivocan -concluye-. Bajo el mandato del papa Francisco habrá algunos cambios porque el mundo cambia, pero decepcionará a los católicos liberales; los conservadores pueden tranquilizarse».