La masacre perpetrada el pasado miércoles en una escuela secundaria de Parkland, Florida (17 muertos y 14 heridos), está muy lejos de ser el evento más mortífero de ese tipo de cuantos han tenido lugar en Estados Unidos en los últimos 12 meses, pero resulta el más esclarecedor sobre las posturas oficiales de la Casa Blanca en torno al desbocado armamentismo ciudadano y sus vínculos con la intoxicación ideológica racista, xenofóbica y supremacista que crece a ojos vistas entre individuos y sectores sociales del país vecino.
Es ilustrativo, a este respecto, que el presidente Donald Trump no haya querido ni siquiera referirse a la gravísima proliferación de armas de guerra en manos de civiles, al escándalo que representa la facilidad con la que esos instrumentos de muerte llegan a manos de homicidas como los perpetradores de tiroteos tan fatales como gratuitos en sitios públicos –18 en lo que va del presente año– y a sus crecientes motivaciones racistas.
Para Trump, todo se debió a un problema de perturbación mental y a un descuido de la escuela y de las propias víctimas, las cuales, según él, no fueron suficientemente insistentes en sus denuncias a la policía sobre el peligro que representaba el joven Nikolas Cruz, autor de la masacre del miércoles. Todo ello, a pesar de que desde septiembre del año pasado un usuario de Youtube alertó a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) acerca de los violentos amagos que el joven asesino había colgado en esa red social, advirtiendo que buscaba convertirse en un tirador profesional en contra de escuelas.
Puede darse por sentado que ocurrirán nuevas masacres de esta clase, aunque no pueda preverse la fecha, el lugar y el número de caídos y lesionados, y esta certeza podría debilitarse en alguna medida si la clase política de Washington –particularmente, los integrantes de la Presidencia y del Legislativo– hiciera acopio de voluntad política y estableciera una regulación sólida y eficaz para la tenencia de armas de fuego por particulares. Pero eso no ocurrirá.
En la administración anterior, después de cada tiroteo Barack Obama al menos intentaba conmover al Capitolio para que adoptara y permitiera normas mínimas en este sentido, y nunca lo consiguió.
Trump, por su parte, declaró al llegar a la presidencia que la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés, la principal cabildera en favor del mantenimiento del libertinaje armamentista) podía considerarlo un amigo en la Casa Blanca y advirtió que no interferiría en el derecho del pueblo de tener y portar armas. De esta manera, el mandatario estadunidense selló el destino de las víctimas de los tiroteos que han tenido lugar en el curso de su administración –en los primeros 45 días de este año la cifra de ellos se duplicó con respecto a la del mismo periodo de 2017– y envió una señal de aliento a la industria armamentista, a los comerciantes de pistolas y fusiles de alto calibre y también, a fin de cuentas, a los homicidas.
El magnate republicano enfatizó que, en su criterio, la solución al drama de estos actos de violencia extrema reside en poner atención a la salud mental, asumiendo que el joven Nikolas Cruz es un desequilibrado. Y tal vez lo sea, pero su desequilibrio, en caso de existir, se nutre de la misma ideología racista y xenofóbica de la que hace gala el propio Trump en sus discursos una y otra vez, y de la que no ha podido o querido deslindarse con claridad, como pudo verse en agosto de 2017, cuando grupos de fascistas que portaban suásticas nazis y símbolos del Ku Klux Klan atacaron en Charlottesville, Virginia, a una marcha pacífica, con un saldo de una manifestante y dos policías muertos.
A fin de cuentas, esos estamentos, dominados por la miseria ética, ideológica y espiritual, constituyen una base que el huésped de la Casa Blanca no está dispuesto a sacrificar, ni aun a costa de las vidas estadunidenses que seguirán cobrando el armamentismo, el racismo, la insensatez y la total carencia de empatía.
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(Tomado de La Jornada)